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Mostrando entradas de 2015

Baigorria (17)

¿Cuánto es lo que un hombre en su sano juicio puede soportar? Mucho más de lo que uno cree. El problema no es “el problema” (según recuerdo, un cantante bastante ordinario que le gustaba escuchar al orate decía lo contrario) sino la acumulación de problemas. Una analogía: durante mi casamiento, Doña María Jaitkis, una de las muchas tías de Sara, se la pasó comiendo como si el fin del mundo fuera inminente. Cuando faltaban minutos para cortar la torta, la pobre vieja empezó a retorcerse como si estuviera poseída. La mitad de los convidados no se inmutó y siguió atacando la mesa, mientras el resto trataba de auxiliar a la mujer. Para que la celebración pudiera continuar, mi entonces amigo  Gómez, se las arregló para depositar a la señora en la guardia del Hospital Córdoba y volver a la fiesta. Al día siguiente, aprovechamos para visitar a la tía antes de partir al viaje de bodas. Doña María había sido intervenida de urgencia de cálculos biliares. A pesar de que, según ella, había estado

Baigorria (16)

Lo mejor que le puede pasar a uno cuando vuelve a su casa es que no haya nadie en la vereda. Que cada personaje del barrio esté ocupado en lo que le corresponde: el almacenero vendiendo, el mecánico arreglando, los nenes jugando, las viejas barriendo, y los ladrones imaginando como desvalijarte. Cada quién en su lugar. Si en cambio uno ve desde la esquina un grupo, grande o pequeño, no importa, a la altura de su puerta, significa que las cosas están entre mal y muy mal. Las llamadas perdidas de Rújale en el teléfono ya habían sido un aviso de que algo pasaba, pero cuando llegué por Buchardo a la esquina con Antranik, ya se veía, a una cuadra y media de distancia, un cúmulo de gente frente a mi casa. Traté de no perder la calma y seguí caminando a la misma velocidad. Yo se que esto no tiene ningún efecto sobre las cosas, pero tratar de mantener una conducta normal era la estrategia que había desarrollado en mis años de matrimonio con Sara Sandler. Si Sara se agitaba, yo aparecía calm

Baigorria (15)

No me gusta alejarme de mi territorio. Solamente salgo de la Seccional Sexta si es por alguna razón realmente importante o para conseguir algo que no hay en el barrio. Las pocas veces que eso sucede tiene que ver con conseguir algún condimento o algún fiambre, con lo cual, mis expediciones no van mucho más allá del Mercado Norte, o del Almacén de Mario, en la calle Deán Funes. Esta vez, en cambio, tuve que incursionar en el Mercado Sud. ¿Se han preguntado ustedes si existe alguna razón oculta detrás de la forma en que está organizada la ciudad? A mi esa duda me ataca cuando pienso en lo diferentes que son los dos mercados. Para mí, funcionan como dos polos que crean una corriente de energía alrededor de la cual se disponen los objetos, los edificios y las personas. El territorio Mercado Norte es luminoso y lleno de vida. Los olores de los tambores de aceitunas, de las especierías invitan a probar. En las veredas, los puestos de las bolivianas revientan con sus limones y ajíes enor

Baigorria (14)

Un tiempo después del nacimiento de Ariel y Raquel, pero antes de que pasara lo que pasó con la Teresa, Sara Sandler había atravesado un período que yo no entendía y al que no podía ponerle nombre. Muchos años después, durante  la experiencia muy breve que tuve de ir a terapia, me enteré que lo que le pasaba a Sara podía ser llamado introspección. No es algo que vaya a relatarles ahora como fue que yo terminé haciendo terapia. La historia de Sara viene a cuento de que, durante esa etapa, ella salía poco, pero generalmente al mismo lugar: una librería de usados que un hombre mayor, paisano suyo tenía en la Galería Cabildo. El lugar era más bien sucio y olía a papel viejo y pis de gato. De ahí Sara volvía los sábados con unos tomos amarillentos que leía con desesperación, como si al terminar la semana tuviera que darle cuenta al librero del contenido de cada uno. La rutina concluía y volvía a empezar con un nuevo libro viejo cada sábado. Una vez, trajo un bodoque ancho y de color gri

Baigorria (13)

Gómez subió al auto y arrancó. No esperaba que me acercara a casa después de la discusión que habíamos tenido, pero por lo menos podría haber saludado. Me quedé parado en la vereda mientras los dos orientales me miraban con cara de pocos amigos. Desde la vereda de enfrente, la vecina que nos había gritado “borrachos” también  tenía los ojos puestos sobre mí,  pero la expresión era una mezcla de satisfacción y deseo que los tipos del taller me reventaran a trompadas. No cabía la menor duda de que no tenía nada que hacer en ese lugar, así que empecé a caminar lentamente en dirección a la avenida Patria. Tampoco iba a salir corriendo. Una cosa es recular y otra muy diferente es perder la poca dignidad que a uno le va quedando. Debían ser ya las tres de la tarde y lo único que había almorzado era el sándwich que me había convidado el orate del novio de Rujale. Milagrosamente no me había producido acidez, Empecé a sentir hambre de nuevo. La posibilidad de conseguir latkes para cumplir c

Baigorria (12)

Las conversaciones telefónicas con Gómez siempre son desagradables y realmente no ganarían nada con que yo se las transcriba. Les bastará saber que mi examigo el comisario me refirió que había sido reprendido desde alguna otra oficina del gobierno, diferente de las que lo habían reprendido antes. Y que lo habían urgido a que demostrara su eficiencia. —Quieren resultados, ¿entendés pelotudo? Toda la cámara de supermercadistas chinos me quiere comer el hígado después de lo de la Iglesia.  No tengo margen para más cagadas— me había dicho sobre el final de la charla. No era la primera vez que me trataba de pelotudo, pero la verdad era que ya me estaba saturando. En ese contexto tuve la mala idea de revelarle lo que las “estrellas blancas” y Casipupi me habían dicho en el Ambassador: que había unos coreanos sospechosos que alquilaban el taller de los Mulukián en la calle Suipacha. —En media hora te espero en la puerta—, me dijo Gómez. Y cortó. Como supo decir Julio César, la suer

Baigorria (11)

La mayor diferencia entre Rújale y su madre, es que mi hija es innegablemente goy. Contra todas las teorías que los judíos suelen esbozar sobre la transmisión de la condición de israelita a través del vientre, Rújale es la síntesis de todo lo gentil que puede nacer de un útero hebreo. Ella es en un cien por ciento Baigorria, nada de Sandler. Cuando era muy pequeña, y su hermano Ariel era un bebé, Sara solía hacer una prueba: con una cucharada de puré en la mano, encaraba a sus dos hijos mientras decía con voz lastimera “comé por mi salud”. Ariel abría la boca, Raquelita salía corriendo. También se saltaba otros tópicos. No movía las manos al hablar porque en realidad casi no hablaba con nadie. Y para no aburrirlos con más datos, el peor de todos: carecía completamente de sentido gastronómico. En eso era igual a mi madre. Promediando la mañana, cuando supuse que la amenaza de Rújale de irse del país ya había caducado, me la crucé cerca de la cocina. A esa hora ya me había empezado

Baigorria (10)

Aunque el contacto con Gómez no había llegado nunca a interrumpirse del todo, hacía muchos años que no entraba a la Comisaría Sexta. El edificio sobre la avenida 24 de Septiembre no había cambiado mucho. Era incómodo y poco funcional para una dependencia policial. No dejaba de ser una casa de  1900 con sus patios y recibidores. Además de los problemas del edificio, Gómez no la manejaba bien. O sencillamente no la manejaba. Trataba de delegar todo lo que fuera posible en sus subordinados. Se atrincheraba en la cocina y resistía el avance de una generación de policías que, sin llegar a ser simpáticos, de vez en cuando aparecían en la tele llorando porque habían asistido en un parto.

Baigorria (9)

Escapar de Susana pudo haber sido un aprieto. Pero te quiero ver saltando por los techos pasados los sesenta años. Cuando Gómez y yo éramos amigos y trabajábamos juntos, parecíamos Starsky y Hutch, suponiendo que uno de los policías hubiera sido un criollo cordobés. Acostumbrados a pasar las tardes en el club, descolgarse de una tapia, o saltar por una ventana eran proezas muy menores. Ahora, la mayor acción heroica que puede realizar Gómez es resistirse a comer la última factura del paquete. La vesícula del comisario no está para chistes.

Baigorria (8)

Casipupi me llevó a casa manejando un Fiat 128 IAVA anaranjado, que debió haber conocido mejores épocas. Así como Casipupi encarnaba todo lo que no podía tolerar en una persona, su auto representaba claramente como no debía mantenerse una máquina. La pintura era ordinaria y había sido aplicada con rodillo, los espejos retrovisores eran de un tamaño incoherente, y el tapizado, no solo no era el original, sino que era chocante y estaba mal cosido. No había ningún punto que pudiera compararse con mi Dauphine, en el que se dejaba intuir la gloria de su diseño.

Baigorria (7)

Despertarse en la guardia de un hospital siempre es malo. Para mí, Alberto Baigorria, despertarme en la guardia del Hospital Italiano, está entre las peores cosas que me pueden pasar. Antes de que el departamento de relaciones con la comunidad de la institución, o la caterva de abogados que seguramente tienen a su servicio se consideren ofendidos, aclaro que no es por la calidad del servicio que digo esto. Otros opinarán de ese asunto. Mi problema se debe específicamente a una persona: la gorda Susana.

Baigorria (6)

Sin la cámara de fotos, sin el grabador, y sobre todo sin el permiso de mi hija Rújale, salí a buscar pistas sobre los chinos que habían robado el papamóvil. Empujado por la promesa de Gómez de que conseguiría unos dineros de la cooperadora policial como recompensa a mis tareas, dejé el galponcito de la calle Antranik. Ya en la vereda me di cuenta de que no tenía demasiadas puntas por donde empezar a desanudar el ovillo.

Baigorria (5)

Después de la conversación  telefónica estaba resuelto a ponerme en movimiento. La posibilidad de hacer unos pesitos extra para pagar los arreglos que le faltaban al Dauphine, era un aliciente mucho más importante que las supuestas obligaciones y deudas de honor que me unían a Gómez y al pasado. Así que, habiendo decidido volver a la acción, necesitaba buscar algunas herramientas. La prioridad número uno era buscar información sobre los chinos, así podía prescindir de la pistola. En realidad, si tengo que ser honesto, ya no tengo permiso para utilizarla, y estoy fuera de práctica. Además, aunque sé donde está guardada, buscarla sería como abrir la caja de Pandora. Para ser menos literario y más concreto, implica abrir los cajones de la rusita. Cuando Rújale volvió a vivir conmigo, ordenó y limpió su vieja habitación para hacerse un espacio. Metió todo lo que yo había ido poniendo ahí en cinco cajas que ahora están en el fondo del galponcito. Cada vez que las ve, Rújale me espeta:

Baigorria (4)

Después de una espera de cuarenta minutos, conseguí el pastrón, me hice un sándwich y me senté a comerlo sentado en el cordón de la vereda. No era todo lo que esperaba, pero era algo. Esta sensación mezclada de conformidad e insatisfacción se había hecho bastante común en aspectos de mi vida que abarcaban desde la política al sexo. Desde hacía un tiempo, estaba en la edad en que uno empieza a quedarse con lo posible a pesar de desear algo distinto. Ya no soy joven. Los chicos del tunning, por ejemplo no entenderían esta sensación. Por otra parte, si esto se debe a la vejez, no puedo saberlo porque no me quedan amigos con los que comparar experiencias. Los que alguna vez fueron mis compañeros de la policía o han muerto, o dejaron de tener trato conmigo después de lo que Casipupi llama “el problemita”. De la misma manera en que uno empieza a disminuir las expectativas, también se achican los enojos. El encuentro con Casipupi, por ejemplo,  fue irritante, pero no de la manera en que lo

Baigorria (3)

Mi madre era una santa pero cocinaba muy mal.  Ustedes pensarán que exagero, pero para convencerlos, les debería alcanzar con saber que jamás logró hacer un huevo duro sin quemarlo. Tampoco entendió jamás, que la manera correcta de preparar arroz, era apagando el fuego a los veinte minutos de comenzado el hervor. Es por eso que todas mis ideas de lo que es el placer gastronómico se refieren a la rusa, a Sara Sandler. Conocer a Sara fue iniciar una aventura a lo desconocido a través del gusto y del olfato. La primera vez que fui a su casa me recibió su madre, doña Raquel Tabachnick, viuda de Sandler. La mujer era pequeñita y redonda, pero venía equipada con un temperamento enorme, que legó a su hija y a su nieta. Su hijo, Salo, era un cabeza fresca al que lo único que le importaba en la vida era jugar al basket; pero, después de todo, fue gracias a eso, y a un oportuno partido entre Redes y Noar Sioni, que vi por primera vez a la rusa. Dos cosas eran permanentes en doña Raquel: la

Baigorria (2)

El Museo de la Industria no me entusiasmaba  particularmente, pero cualquier lugar del mundo es mejor que mi galpón-oficina cada vez que Rújale arranca  a las puteadas. Para los que hemos pasado toda la vida en el barrio, el Museo es relativamente nuevo. Recordamos el lugar como el depósito del ferrocarril, y después de la IME; no nos llama la atención el rejunte de piezas de locomotora y Rastrojeros viejos. Siempre estuvieron ahí, pero ahora están ordenados y presentados como una colección. A mi me produce sensaciones ambiguas: de un lado de la balanza tengo a favor que durante un tiempo era el lugar donde nos encontrábamos con los muchachos de los distintos clubes de automotores a mostrarnos las máquinas, intercambiar datos, asesorarnos en el avance de las restauraciones. Era un momento de encuentro fabuloso, que por culpa de unos otarios no se pudo hacer más. En el otro lado tenemos que el Museo está dominado por una bandita de energúmenos que se hace llamar “Asociación de Amigos

Baigorria (1)

Los relatos del género negro se narran en primera persona. Así que me presento: me llamo Alberto Baigorria. Mi hija Rújale, que casi siempre me interrumpe, diría que lo único que puede tener esta historia de negra es que somos negros de la Sexta, como Negrazón y Chaveta. Rújale es así. No puede desprenderse de la ironía. En eso sale a su madre. Cuando se lo digo, no contesta. A Rújale no le gusta hablar de su madre ni de su hermano. Las pocas veces que se permite opinar del tema, la conversación termina siempre en condenas muy severas sobre mi comportamiento pasado, así que en la medida de lo posible, trato de no ventilar esas cuestiones. Como ya les he dicho, vivimos en la gloriosa seccional que ha cobijado lo mejor del basketbol cordobés. En años pasados los equipos de Junior’s, Hindú y Redes Cordobesas se sacaban chispas, y la gente hacía cola para ver tremendas batallas. Yo mismo, antes de entrar a la policía jugué en el equipo de Redes. No era del todo bueno,  pero tenía facha.

Una recomendación

Se que tengo un poco abandonado el blog (hace casi cuatro meses que no posteo nada nuevo) pero esta vez quiero aprovechar para recomendarles que visiten el nuevo blog de Sandra Lindon. Poesía pura y dura. https://delavayescarcha.wordpress.com/2014/07/09/agonias/