Sin la cámara de fotos, sin el grabador, y sobre todo sin el
permiso de mi hija Rújale, salí a buscar pistas sobre los chinos que habían
robado el papamóvil. Empujado por la promesa de Gómez de que conseguiría unos
dineros de la cooperadora policial como recompensa a mis tareas, dejé el
galponcito de la calle Antranik. Ya en la vereda me di cuenta de que no tenía
demasiadas puntas por donde empezar a desanudar el ovillo.
Lo primero que pensé fue ir a ver a los chinos del
supermercado de la calle Patria, pero era una muy mala elección. No los
entiendo, ellos a su vez no me entienden, y no soporto el pop oriental que
suena todo el tiempo adentro del local. Por otra parte, si fuera verdad lo que
dicen las viejas del barrio, y todos los súper chinos formaran parte de una
mafia que se quiere quedar con la
Patagonia , ir a entrevistarlos hubiera sido poner la cabeza
en la guillotina.
Deje de utilizar el raciocinio y pase a la intuición, que en
mi caso, siempre se vincula al estómago. Sentí hambre y volví a recordar el
pastrón, la cola en el local de Aguilera y el encuentro con Casipupi. Si la
primera vez había funcionado, no veía porque razón no podría volver a suceder.
Decidí que iniciaría una nueva rueda de averiguaciones por las fiambrerías para
ver que encontraba.
Encontré muchas cosas interesantes: en la de la esquina de
Pringles y 24, un jamón serrano espectacular. El perfume nomás te pegaba
trompadas en la nariz. En el local que está al lado de las Escuelas Pías, un
escabeche de queso de cabra bastante prometedor. Pero nada de información sobre
los chinos. A decir verdad, más allá de la calidad de los productos que venden,
esta gente no es muy dada a la conversación. Deduje además, por el asombro que manifestaban al enterarse
de que había un museo cerca de sus negocios, que esta gente no vivía en el
barrio.
Con sendos paquetes bajo el brazo enfilé para la fiambrería
del inglés de la calle Oncativo. El tipo es muy agradable, y suele tener ricas
bondiolas y un excelente queso Brie. Mientras iba caminando, fui pensando cual
sería la manera de orientar la
conversación para poder preguntar abiertamente sobre los chinos y se me ocurrió
decir que buscaba vino de arroz para una receta.
Una vez que llegué, me demoré en sacar el tema. Me distraje
probando y comprando unos quesos ahumados. Ya a punto de pagar e irme pregunté
por el Sake:
--Una última antes de irme, ¿no tendrá Sake?
--Está difícil. ¿Para que lo necesita?
--Para una receta china.
--Entonces usted no necesita Sake. Lo que anda buscando es
Mijiu.
--¿Y cuál sería la diferencia?
--El Sake es japonés, el Mijiú es chino, y es un poco más
dulzón. De todas maneras, desde que se cerraron las importaciones yo no consigo
más esas cosas. Se va a tener que ir al centro.
Pensé que el recorrido había sido un fracaso en cuanto a la
información, no a la comida, y puse la mano en el picaporte, cuando el inglés
me detuvo.
--Espere un minuto. No lo había pensado pero la solución
está acá nomás. Si sube dos cuadras por
esta misma calle, pasando el Hospital Italiano, está la Iglesia Taiwanesa.
No le digo que vendan comida, pero seguro que esa gente sabrá donde se puede
conseguir lo que usted busca.
Saludé y salí. No podía ser tan sencillo. Si efectivamente
había chinos en el 1600 de la calle Oncativo, estaban a escasas seis cuadras
del Museo. Empecé a saborear la posibilidad de la victoria, y unos pedazos de
queso que iba sacando del paquete, cuando la realidad me pateó en el medio de
la espalda. Literalmente.
No fue la realidad en si. Lo que me trajo de vuelta de la
ensoñación de triunfo fue el golpe que me asestó un naranjita, cuando estaba
pasando la cuadra del Hospital Italiano. Para los que no son de Córdoba
capital, les explico: se les llama “naranjitas” a las personas que piden dinero
a cambio de “cuidarte” el auto. Esta forma de mendicidad disfrazada de trabajo
fue institucionalizada por el ex intendente Juez; y ninguno de los que lo
siguió en la gestión municipal tomó jamás una medida para poner el asunto del
estacionamiento medido en orden. Hoy los naranjitas, reconocibles por los
chalecos de color anaranjado, son una fuerza terrible, que en muchos casos cobran bajo amenaza. Los
habrá buenos y malos como en todas las profesiones. El que me metió la patada
era definitivamente de los malos.
Como estoy un poco viejo y falto de reflejos, tardé en
reaccionar. Además me amargó ver los paquetes de comida en el piso. Cuando pude
poner mi mente en claro y buscar el origen del golpe me encontré frente a un
hombre igual de viejo que yo pero visiblemente arruinado. Gordo, pelado, y con
muy pocos dientes. No llegaba a darme cuenta quién era hasta que habló:
--Botonazo culiaú,
¿Qué’hací acá ch’ijueputa?
El Cara e’balde, sin duda.
El Cara e’balde había sido un raterito de poca monta que fue
desarrollando la carrera de ladrón al mismo tiempo que yo había desarrollado la
de policía. Cada tanto lo agarrábamos y lo metíamos en el calabozo y lo
volvíamos a soltar. Nunca hacía un “trabajo” que ameritara procesarlo. En
realidad, las carreras de Gómez y mía progresaban mucho más que las de Cara e’balde.
Hasta que Gómez decidió darle un “ascenso”
A principios de los años ochenta, la comisaría era un
desmadre. La llegada de la democracia había traído nuevas ideas que eran
difíciles de conciliar con las de la gestión anterior, y muchas veces eso
generaba incoherencias a la hora de actuar. La falta de claridad no es buena
para la policía. Menos para Gómez que, ante la duda, seguía siempre el impulso de reventar a
trompadas a la gente. A Gómez lo venían marcando por un par de “excesos”,
cuando decidió que la mejor manera de salir del lodazal era hacer una detención
que lo dejara posicionado como un agente eficiente y comprometido. Como nunca
fue un investigador nato, armó un caso con dos o tres denuncias de robo, le
plantó evidencia a un perejil y salió airoso. El perejil había sido el Cara
e’balde.
Se ve que no la había pasado bien en la cárcel el hombre.
Tenía un brazo medio inútil, bastantes cicatrices, y sobre todo mucha cara de
rencor. Traté de evitar el conflicto.
--Oiga, ¿por qué me golpeó? Usted se confunde…
--Que me uá’ a
confundí, cobani culiaú, viejo y choto no me uá’ a olvidá má de la cara tuia.
No había mucho por hacer, El hombre sabía quién era yo.
--Mirá Cara e’balde, hace años que no soy policía, y yo no
tuve nada que ver con que vos fueras preso.
El Cara e’balde empezó a acercarse de manera amenazadora y a
levantar la voz.
--Vo’, sorete mal
cagado, y toda la banda de soretes que laburaba con Gómez me cagó la vida,
¿sabí vo’?
Lo miré midiéndolo. No había forma de que el pobre hombre me
hiciera más daño del que me había hecho con la patada. Lo peor hasta ese
momento era la caída del fiambre al piso. Envalentonado cometí un error.
Contestarle.
--A ver Cara e’balde, ¿vos y cuántos más?
El Cara e’balde pegó un chiflido, y en menos de un minuto
tuve alrededor a seis naranjitas que “trabajaban” entre la Clínica Reina Fabiola, el
Hospital Italiano y el Sanatorio del Salvador. Cómo fue la golpiza, no podría
decirlo. Lo único que recuerdo después, es la cara enojada de Rújale, mientras
me despertaba en la camilla de la guardia del Hospital Italiano.
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