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Mostrando entradas de septiembre, 2015

Baigorria (4)

Después de una espera de cuarenta minutos, conseguí el pastrón, me hice un sándwich y me senté a comerlo sentado en el cordón de la vereda. No era todo lo que esperaba, pero era algo. Esta sensación mezclada de conformidad e insatisfacción se había hecho bastante común en aspectos de mi vida que abarcaban desde la política al sexo. Desde hacía un tiempo, estaba en la edad en que uno empieza a quedarse con lo posible a pesar de desear algo distinto. Ya no soy joven. Los chicos del tunning, por ejemplo no entenderían esta sensación. Por otra parte, si esto se debe a la vejez, no puedo saberlo porque no me quedan amigos con los que comparar experiencias. Los que alguna vez fueron mis compañeros de la policía o han muerto, o dejaron de tener trato conmigo después de lo que Casipupi llama “el problemita”. De la misma manera en que uno empieza a disminuir las expectativas, también se achican los enojos. El encuentro con Casipupi, por ejemplo,  fue irritante, pero no de la manera en que lo

Baigorria (3)

Mi madre era una santa pero cocinaba muy mal.  Ustedes pensarán que exagero, pero para convencerlos, les debería alcanzar con saber que jamás logró hacer un huevo duro sin quemarlo. Tampoco entendió jamás, que la manera correcta de preparar arroz, era apagando el fuego a los veinte minutos de comenzado el hervor. Es por eso que todas mis ideas de lo que es el placer gastronómico se refieren a la rusa, a Sara Sandler. Conocer a Sara fue iniciar una aventura a lo desconocido a través del gusto y del olfato. La primera vez que fui a su casa me recibió su madre, doña Raquel Tabachnick, viuda de Sandler. La mujer era pequeñita y redonda, pero venía equipada con un temperamento enorme, que legó a su hija y a su nieta. Su hijo, Salo, era un cabeza fresca al que lo único que le importaba en la vida era jugar al basket; pero, después de todo, fue gracias a eso, y a un oportuno partido entre Redes y Noar Sioni, que vi por primera vez a la rusa. Dos cosas eran permanentes en doña Raquel: la

Baigorria (2)

El Museo de la Industria no me entusiasmaba  particularmente, pero cualquier lugar del mundo es mejor que mi galpón-oficina cada vez que Rújale arranca  a las puteadas. Para los que hemos pasado toda la vida en el barrio, el Museo es relativamente nuevo. Recordamos el lugar como el depósito del ferrocarril, y después de la IME; no nos llama la atención el rejunte de piezas de locomotora y Rastrojeros viejos. Siempre estuvieron ahí, pero ahora están ordenados y presentados como una colección. A mi me produce sensaciones ambiguas: de un lado de la balanza tengo a favor que durante un tiempo era el lugar donde nos encontrábamos con los muchachos de los distintos clubes de automotores a mostrarnos las máquinas, intercambiar datos, asesorarnos en el avance de las restauraciones. Era un momento de encuentro fabuloso, que por culpa de unos otarios no se pudo hacer más. En el otro lado tenemos que el Museo está dominado por una bandita de energúmenos que se hace llamar “Asociación de Amigos

Baigorria (1)

Los relatos del género negro se narran en primera persona. Así que me presento: me llamo Alberto Baigorria. Mi hija Rújale, que casi siempre me interrumpe, diría que lo único que puede tener esta historia de negra es que somos negros de la Sexta, como Negrazón y Chaveta. Rújale es así. No puede desprenderse de la ironía. En eso sale a su madre. Cuando se lo digo, no contesta. A Rújale no le gusta hablar de su madre ni de su hermano. Las pocas veces que se permite opinar del tema, la conversación termina siempre en condenas muy severas sobre mi comportamiento pasado, así que en la medida de lo posible, trato de no ventilar esas cuestiones. Como ya les he dicho, vivimos en la gloriosa seccional que ha cobijado lo mejor del basketbol cordobés. En años pasados los equipos de Junior’s, Hindú y Redes Cordobesas se sacaban chispas, y la gente hacía cola para ver tremendas batallas. Yo mismo, antes de entrar a la policía jugué en el equipo de Redes. No era del todo bueno,  pero tenía facha.