Después de una espera de cuarenta minutos, conseguí el
pastrón, me hice un sándwich y me senté a comerlo sentado en el cordón de la
vereda. No era todo lo que esperaba, pero era algo. Esta sensación mezclada de
conformidad e insatisfacción se había hecho bastante común en aspectos de mi
vida que abarcaban desde la política al sexo. Desde hacía un tiempo, estaba en
la edad en que uno empieza a quedarse con lo posible a pesar de desear algo
distinto. Ya no soy joven. Los chicos del tunning, por ejemplo no entenderían
esta sensación. Por otra parte, si esto se debe a la vejez, no puedo saberlo
porque no me quedan amigos con los que comparar experiencias. Los que alguna
vez fueron mis compañeros de la policía o han muerto, o dejaron de tener trato
conmigo después de lo que Casipupi llama “el problemita”.
De la misma manera en que uno empieza a disminuir las
expectativas, también se achican los enojos. El encuentro con Casipupi, por
ejemplo, fue irritante, pero no de la
manera en que lo hubiera sido años atrás. Ya es parte de las molestias
previsibles, como el dolor de rodillas o la dificultad para hacer pis. Si trato
de evaluar la experiencia de una manera equilibrada, hasta diría que las ganancias fueron mayores que
los costos. Gracias al encuentro, ahora tenía una pista. No una gran pista, sino la misma que tenían
casi todos los habitantes de Barrio Patria: unos chinos manejando el Papamóvil
a la madrugada a la altura del Hospital Córdoba. Pero estaba un paso más
adelante que Gómez. Aunque el saldo de las obligaciones mutuas todavía se
inclinaba a favor de mi excompañero, yo tenía ahora información que podía
resolver un caso que preocupaba sus superiores. El momento para sacar ventaja
era ese y no otro. Decidí ponerme en contacto lo más rápido que pudiera.
Me sacudí las migas que me habían quedado sobre la ropa, me
levanté y me fui caminando a mi casa. Aunque tengo un teléfono celular no me
siento cómodo usándolo. Las razones son varias, la más importante es la
presbicia. Y luego, la incomodidad que me provoca la gente que habla sola. Será
porque de chico me asustaban lo loquitos escapados del Hospital
Neuropsiquiátrico, que ahora cuando veo gente que camina gritándole a un
aparato me dan ganas de cruzarme de vereda.
La subida hasta barrio Pueyrredón me dejó bastante cansado.
Al llegar a casa no había nadie. Sobre la mesa había una nota de Rújale
explicando que se había ido al centro para acompañar al bobo de su novio, que tenía que cambiar un
pantalón comprado del talle equivocado. Hay momentos en que me pregunto si
teniendo en cuenta la estupidez del muchacho y el gusto de mi hija por el
adiestramiento de animales, no sería más fructífero para todos que dejara al
novio y se comprara un perro. Por lo menos, un cuzquito podría aprender trucos
más útiles que las tonteras que hace este chico.
Con Raquel fuera de la casa podía hablar con Gómez sin
interferencias. Busqué la agendita de los números de teléfono, y por el camino
me tomé un vaso de agua y un mylanta. El desliz romántico gastronómico del
pastrón era un peligro potencial para mi gastritis crónica. Después me acomodé
al lado del teléfono y marqué el número del celular de Gómez. Sonó solamente dos
veces.
—¿Dónde carajo estabas?
—Hola Gómez. ¿Linda la charla en el Museo?
—La puta que te parió. Me dejaste solo con el bizco pelotudo
ese.
—¿El señor director del Museo, decís?
—Directo a las bolas va a ser el patadón que te voy a meter
como que te hagas el ingeniosito. Encima después llegó el tarta.
—¿Qué tarta?
—El tartamudo idiota ese, el de “Los amigos del transporte”.
Me vino a correr con que tenía contactos muy importantes y que mi carrera
estaba en peligro si no resolvía el robo.
—Para el carrerón que hiciste…
—Mirá Baigorria, yo seré un negrito metido a comisario, pero
en mi carrera no cagué a nadie. Como otros…
—Siempre me gustaron tus sutilezas Gómez. No te calentés al
pedo que tengo una pista.
—Serás pelotudo. Y en vez de decirmelo de entrada me tenés
que hacer calentar antes. ¿Qué sabemos?
—Momentito. Primero que nada, andá sacando el plural. Yo se.
Y si vos querés saber te aviso que esto no te va a salir gratis.
—Serás hijo de puta. Después de la colección de cagadas que
te mandaste en la policía, que pudiste salir renunciando para no embarrar más
la cancha; ¿todavía tenés el tupé de pedir?
—Gomez, por favor no uses la palabra “tupé” que pareces una
vieja chota. Escuchame, la agencia no deja mucha plata y yo tengo un vicio
caro.
—Te vas a morir si le das a las drogas, más a tu edad. Conozco
un equipo interdisciplinario muy bueno, de la gente de toxicomanía.
—No negro pelotudo –le dije riéndome— , no me pego con nada.
Tengo un Dauphine viejo que estoy restaurando. Necesito algo de plata para los
repuestos.
Me pareció que Gómez se reía. Después de una pausa me
contestó:
—No te prometo nada pero veo si puedo “distraer” algo de los
fondos de la Cooperadora
policial de la seccional. Llamame cuando tenga que hacer el allanamiento y
estamos hechos.
Gómez cortó. A pesar de todas las cosas que habían pasado
entre nosotros, él sabía que nunca fracasé en una investigación. Y yo estaba
seguro que, sin importar todos los años que llevaba fuera de la fuerza, tampoco
me equivocaría esta vez. Lo que yo no sabía, era la cantidad de inconvenientes
y golpes que me encontraría en el camino.
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