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Baigorria (2)

El Museo de la Industria no me entusiasmaba  particularmente, pero cualquier lugar del mundo es mejor que mi galpón-oficina cada vez que Rújale arranca  a las puteadas.
Para los que hemos pasado toda la vida en el barrio, el Museo es relativamente nuevo. Recordamos el lugar como el depósito del ferrocarril, y después de la IME; no nos llama la atención el rejunte de piezas de locomotora y Rastrojeros viejos. Siempre estuvieron ahí, pero ahora están ordenados y presentados como una colección. A mi me produce sensaciones ambiguas: de un lado de la balanza tengo a favor que durante un tiempo era el lugar donde nos encontrábamos con los muchachos de los distintos clubes de automotores a mostrarnos las máquinas, intercambiar datos, asesorarnos en el avance de las restauraciones. Era un momento de encuentro fabuloso, que por culpa de unos otarios no se pudo hacer más. En el otro lado tenemos que el Museo está dominado por una bandita de energúmenos que se hace llamar “Asociación de Amigos del Transporte” que, argumentando no se que gansadas sobre el patrimonio edilicio, nos hicieron correr, y cercaron el jardín del Museo. A esta situación ingrata le podría agregar que el lugar está en el medio del camino que años atrás hacía a pie para ir a buscar a Sara Sandler a la pileta de Noar Sioni. El hecho de que cualquier pavada me traiga el recuerdo de la rusa, es una clara señal de que me estoy poniendo viejo.
Pero les hablaba del Museo.
Como nunca se caracterizó por su orden y limpieza, la verdad es que en una primera impresión uno no notaba nada anormal. Los viejos automóviles seguían estacionados junto a pedazos de aviones, restos de cajas registradoras, y un aparato que me recordaba al sillón del dentista, pero que según un cartel, era para envolver alfajores. Entré sin que nadie me detuviera. Sin duda no se trataba de un asunto oficial porque no habían perimetrado la zona, no había custodia, no había nada.
Pasé la puerta y ahí lo vi. El que una vez fue mi amigo, Gomez. Estaba gordo y con el uniforme descuidado. Deduje que la Teresa lo había vuelto a echar de la casa. Gomez nunca aprendió a planchar, y la panza seguramente obedecía a la dieta de milanesa de rotisería a la que se sometía cada vez que su mujer le arrojaba sus pertenencias por la ventana.
Delante de Gomez estaba el director del Museo, un hombrecito del que nunca me tomé el trabajo de aprenderme el nombre. No era más que un burócrata piojoso, ocupado en mantener su sueldito de empleado municipal. Su tarea se limitaba a ir a su escritorio y esperar que otros le resolvieran los problemas. Para su felicidad, tenía a esa banda de enajenados que eran los “Amigos del Transporte”, que le hacían todo el trabajo gratis.
Me mantuve alejado para evaluar la situación. Gomez escuchaba mientras el otro tipito gesticulaba airadamente. Parecía un perro chico al que le tocaron el plato de comida. Me quedé mirando hasta que noté que Gomez empezaba a tocarse la frente con una mano, y agarraba la hebilla del cinto con la otra. Generalmente, esa combinación era la antesala de una colección de trompadas que se descargaba sin ninguna lógica sobre la persona o cosa que estuviera delante. Antes de volver a ver ese espectáculo, decidí interrumpir.
—Señores…
Gomez movió la cabeza describiendo un itinerario que incluía diversos puntos: dejó de atender al director, clavó los ojos en el piso, de ahí al techo; hizo una especie de semicircunferencia, y solo entonces me miró. La expresión era ambigua. Se notaba el alivio de ya no estar solo delante de un orate, pero también podía notar el odio antiguo hacia mi persona.
—Vení Baigorria, que el señor te va a explicar el problemita—, me dijo.
Me acerqué caminando muy lentamente. Con Gomez no nos queremos precisamente, pero tenemos viejas cuestiones que nos obligan. Por eso, cada vez que nos vemos hacemos algún pequeño gesto malicioso para molestar al otro. Por ejemplo, demorar en llegar cuando el otro necesita ayuda. Cuando estuve delante de los dos sentí que no tenía que tensar más la cuerda. Gomez tenía las dos manos agarrando la hebilla con una fuerza completamente innecesaria. Se contenía de no moler a palos al director del museo. El hombrecito, en cambio movía mucho los brazos, hablaba incoherencias y salivaba mucho. Cuando me harté de escuchar la retahíla incoherente que soltó lo paré en seco.
—Señor, me deja hablar con mi compañero.
El hombrecito se quedo duró. Creo que me miraba desconcertado, pero no puedo afirmar esto suficientemente, porque como era un poco bizco, no se si me atendió a mi, a Gomez o la nada. Le crucé a Gomez un brazo por la espalda y empujando un poco lo fui llevando a otra parte del salón del Museo para que habláramos más tranquilos.
—Te tomaste un tiempito en venir, hijo de puta.
—Vos sabés que no vengo por gusto. ¿Qué carajos tenemos?
—Una banda de pelotudos rompió anoche los cerrojos del portón que da la calle Pringles y se llevó el Papamóvil.
—Una Renault Traffic de la primera generación con una caja de vidrio y un sillón.
—No me hablés de esas pelotudeces de coleccionista. Este pejerto que tenés ahí adelante lleva una hora y media rompiendo con que tenemos que resolver esto antes de que se arme un escándalo.
—Escándalo fue cuando se chorearon el corazón de Fray Mamerto Esquiú, y hoy nadie se acuerda. ¿A quién le va a importar la furgoneta que una vez usó un Papa muerto hace veinte años?
—No se. Este boludo tiene algún contacto con alguien en el gobierno de la provincia. Yo estaba lo mas bien en la Sexta tomando mate, cuando me sonó el teléfono. Desde la central de Alberdi me llamaron para que me apersone acá en el mayor secreto posible. Supuestamente, algo gordo está detrás de ese autito de mierda.
—Utilitario.
—Me cago en la diferencia, pelotudo. Si querés seguir teniendo esa agencita de mierda que te da de comer, me vas a tener que ayudar a desembarrar este quilombo.
—No hace falta que me amenaces, Gomez. No te voy a largar parado.
Gomez no pierde jamás las malas costumbres. Siempre que nos vemos insulta mucho y trata de obligarme  por las malas a ayudarlo. En realidad los dos sabemos que, para hacerle justicia a los viejos tiempos, cualquiera de los dos va a salir en auxilio del otro. Lo tranquilicé y le pedí que me contara más detalles del asunto. Después de relatarme lo más importante del estado de la escena del robo, volvió a subrayarme que le habían insistido en el mayor secreto posible.
—No parece un asunto común —dijo—, se pusieron bastante pesados con el tema de que no traiga a nadie al Museo y de que evite que el asunto llegue a la prensa. Ahora mismo tenemos que contener a los cosos esos de los Amigos del Transporte. Vamos a cerrar todo el predio diciendo que hubo fallas en el edificio.
—¿Esa excusa no la usaron antes?
—Si. Por eso nadie va a sospechar. Tenemos que ganar tiempo y buscar indicios.

Me quedé pensando. Realmente no sabía por dónde empezar. Encima se estaba pasando la media mañana y sentía hambre. La combinación de la languidez, y la cercanía a Noar Sioni me inundaron de melancolía por la rusa, y sentí la necesidad de comer un sándwich de pastrón.  Recordé que por suerte estaba a escasas cuadras de la fiambrería de la calle Oncativo, así que decidí empezar las pesquisas  por ese lugar. Le dije a Gomez que él se ocupara de cerrar el lugar y salí.

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