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Mostrando entradas de noviembre, 2015

Baigorria (13)

Gómez subió al auto y arrancó. No esperaba que me acercara a casa después de la discusión que habíamos tenido, pero por lo menos podría haber saludado. Me quedé parado en la vereda mientras los dos orientales me miraban con cara de pocos amigos. Desde la vereda de enfrente, la vecina que nos había gritado “borrachos” también  tenía los ojos puestos sobre mí,  pero la expresión era una mezcla de satisfacción y deseo que los tipos del taller me reventaran a trompadas. No cabía la menor duda de que no tenía nada que hacer en ese lugar, así que empecé a caminar lentamente en dirección a la avenida Patria. Tampoco iba a salir corriendo. Una cosa es recular y otra muy diferente es perder la poca dignidad que a uno le va quedando. Debían ser ya las tres de la tarde y lo único que había almorzado era el sándwich que me había convidado el orate del novio de Rujale. Milagrosamente no me había producido acidez, Empecé a sentir hambre de nuevo. La posibilidad de conseguir latkes para cumplir c

Baigorria (12)

Las conversaciones telefónicas con Gómez siempre son desagradables y realmente no ganarían nada con que yo se las transcriba. Les bastará saber que mi examigo el comisario me refirió que había sido reprendido desde alguna otra oficina del gobierno, diferente de las que lo habían reprendido antes. Y que lo habían urgido a que demostrara su eficiencia. —Quieren resultados, ¿entendés pelotudo? Toda la cámara de supermercadistas chinos me quiere comer el hígado después de lo de la Iglesia.  No tengo margen para más cagadas— me había dicho sobre el final de la charla. No era la primera vez que me trataba de pelotudo, pero la verdad era que ya me estaba saturando. En ese contexto tuve la mala idea de revelarle lo que las “estrellas blancas” y Casipupi me habían dicho en el Ambassador: que había unos coreanos sospechosos que alquilaban el taller de los Mulukián en la calle Suipacha. —En media hora te espero en la puerta—, me dijo Gómez. Y cortó. Como supo decir Julio César, la suer

Baigorria (11)

La mayor diferencia entre Rújale y su madre, es que mi hija es innegablemente goy. Contra todas las teorías que los judíos suelen esbozar sobre la transmisión de la condición de israelita a través del vientre, Rújale es la síntesis de todo lo gentil que puede nacer de un útero hebreo. Ella es en un cien por ciento Baigorria, nada de Sandler. Cuando era muy pequeña, y su hermano Ariel era un bebé, Sara solía hacer una prueba: con una cucharada de puré en la mano, encaraba a sus dos hijos mientras decía con voz lastimera “comé por mi salud”. Ariel abría la boca, Raquelita salía corriendo. También se saltaba otros tópicos. No movía las manos al hablar porque en realidad casi no hablaba con nadie. Y para no aburrirlos con más datos, el peor de todos: carecía completamente de sentido gastronómico. En eso era igual a mi madre. Promediando la mañana, cuando supuse que la amenaza de Rújale de irse del país ya había caducado, me la crucé cerca de la cocina. A esa hora ya me había empezado

Baigorria (10)

Aunque el contacto con Gómez no había llegado nunca a interrumpirse del todo, hacía muchos años que no entraba a la Comisaría Sexta. El edificio sobre la avenida 24 de Septiembre no había cambiado mucho. Era incómodo y poco funcional para una dependencia policial. No dejaba de ser una casa de  1900 con sus patios y recibidores. Además de los problemas del edificio, Gómez no la manejaba bien. O sencillamente no la manejaba. Trataba de delegar todo lo que fuera posible en sus subordinados. Se atrincheraba en la cocina y resistía el avance de una generación de policías que, sin llegar a ser simpáticos, de vez en cuando aparecían en la tele llorando porque habían asistido en un parto.