En el setenta y cinco fuimos a Buenos Aires a pasar unos días con los abuelos. De ahí, para la playa, de prestado, donde una tía vieja. El verano era cruel, húmedo y caliente, y la siesta difícil, cuando no inexistente. Descubríamos rincones, escarbábamos el patio. Jugábamos. En los pocos momentos, de tranquilidad y calma (que eran una pausa para tomar nuevo impulso) dormíamos en la que había sido, la habitación del bisabuelo. Era oscura y pequeña. llena de cosa viejas: un balero, algún trompo, diarios y sifones, y libros, muchos libros. Sobre todo libros. Y ahí en alguna tarde, o quizás por la noche descubrí la poesía, leída por mi abuela, con su voz clara y dulce, recitado, enseñando… Todavía resuena el eco de esos versos, que hoy encuentro manidos, muy usados, gastados pero la intimidad del momento no la cambio por nada.