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Baigorria (12)

Las conversaciones telefónicas con Gómez siempre son desagradables y realmente no ganarían nada con que yo se las transcriba. Les bastará saber que mi examigo el comisario me refirió que había sido reprendido desde alguna otra oficina del gobierno, diferente de las que lo habían reprendido antes. Y que lo habían urgido a que demostrara su eficiencia.
—Quieren resultados, ¿entendés pelotudo? Toda la cámara de supermercadistas chinos me quiere comer el hígado después de lo de la Iglesia.  No tengo margen para más cagadas— me había dicho sobre el final de la charla.
No era la primera vez que me trataba de pelotudo, pero la verdad era que ya me estaba saturando. En ese contexto tuve la mala idea de revelarle lo que las “estrellas blancas” y Casipupi me habían dicho en el Ambassador: que había unos coreanos sospechosos que alquilaban el taller de los Mulukián en la calle Suipacha.
—En media hora te espero en la puerta—, me dijo Gómez. Y cortó.
Como supo decir Julio César, la suerte estaba echada. Salí de casa a encontrarme con el comisario, tratando de no despertar las sospechas de Rújale.

Cuando llegué al taller, Gómez estaba apoyado en su auto. Se tocaba con la mano la rodilla y noté que insultaba bajito.
—¿Qué te pasa Gómez?
—Tengo esta rodilla echa mierda.
—¿Artritis?
—No. Ácido úrico.
—Pero eso se resuelve fácil.
En ese momento Gómez levantó la vista con cara de pocos amigos. Si yo hubiera conservado la astucia de la juventud me habría callado o cambiado de tema, pero no fue así. Seguí comentando:
—Si te hubieras abstenido de comer carne…
—¡Y si vos te hubieras abstenido de cogerte a las esposas de media seccional!— me gritó  iracundo.
Entre nosotros se estableció un silencio desagradable e incómodo, apenas interrumpido por golpes sordos que se escuchaban desde adentro del taller.  La situación era difícil. Y sin embargo, tenía que intentar salir airoso y continuar con la investigación.
Gómez seguía agarrándose la rodilla pero tenía la cabeza levantada y los ojos clavados en mí. Parecía un dogo que estaba listo para atacar. Traté de calmarlo:
—Escuchame Gómez, yo entiendo que estés resentido pero ya han pasado muchos años. Y tampoco es para decir que me cogí a tanta gente.
—Hijo de puta, la Teresa era una santa, sabés. Hijo de remil putas.
Me pareció que le saltaban algunas lágrimas. No se si por el dolor de la rodilla o por la ofensa que le provocaba todavía el desliz de la Teresa.
Pero ustedes se preguntarán de quién hablamos. La Teresa era una piba que lo tenía flechado a Gómez desde que jugábamos al basket en Redes. Era igual de fácil que la Susy, pero Gómez estaba tan obnubilado que veía en ella la suma de todas las virtudes. Es más, varías divisiones ya se la habían tirado, y mi compañero estaba convencido de que la Teresa era de lo más recatada.
Este tipo de comentario sobre las mujeres me suele traer discusiones terribles con Rújale y esa especie de hombre pantufla que tiene de novio. Me tratan de retardado, machista, imbécil y otras cosas así. Una vez dije de una mujer que estaba “más pechada que la puerta del Correo” y mi hija casi me liquida utilizando las habilidades adquiridas en el ejército israelí. El otro simplón apenas atinó a preguntarme qué quería decir. El orate no ha conocido más correo que el electrónico. Pero me estoy distrayendo del tema central.
Después de muchas idas y vuelta, y varias puestas de espalda, la Teresa decidió llevarle el apunte a Gómez. El hombre estaba tan feliz que inmediatamente le propuso matrimonio. Se casaron en la iglesia de Nuestra Señora del Perpetuo Socorro, sobre la 24 de Septiembre, a dos cuadras del club, donde hicieron la fiesta.
En esa época ya formábamos parte de la policía y yo me había casado con Sara. Todos estábamos encaminados y felices. O eso era lo que pensábamos. La Teresa no tardó demasiado en volver a los antiguos hábitos. Yo tampoco. Era casi forzoso que en algún momento nos cruzáramos. Y sucedió justo en 1987. Era un momento de mierda. El país estaba tenso con el fracaso del plan Austral, Sara vivía tensa con la crianza de Raquelita y Ariel, Gómez vivía tenso con las sospechas de lo que la Teresa hacía o no hacía mientras él trabajaba, Alfonsín estaba tenso porque la Iglesia lo perseguía por la ley de divorcio, los milicos estaban tensos preparando algún acuartelamiento, y la Teresa y yo estábamos muy relajados en un hotelito de mala muerte de la calle Trejo,
De pronto comprendí todo. 1987. La visita del Papa, el papamóvil, el operativo para custodiar la Catedral y la posterior procesión hasta la misa en la Fábrica de Aviones. Gómez coordinando a los agentes de la Sexta que estaban asignados al operativo, mientras la Teresa y yo nos revolcábamos. Teresa que no llega a tiempo a su casa porque la mayoría de los ómnibus de la ciudad estaban trasladando peregrinos. Gómez que se encuentra con la casa vacía. Las vecinas que comentan. El acabose. El escándalo. Mi renuncia a la fuerza. Sara que aguanta un tiempo hasta que, hastiada, se va con los chicos a Israel.
Y ahí estábamos, años después buscando el papamóvil.
—Disculpame Gómez. No pensé que esto te iba a remover el problemita.
—¿Qué problemita? ¡La puta que te paríó! Vos te metiste con la Teresa que era una piba buena— Gómez iba levantando la voz. –Si vos no hubieras tenido la fantasía de que eras el más macho del barrio no hubieras armado la cagada que armaste.
Desde la vereda de enfrente una mujer nos gritó: —¡cállense o llamo a la policía, borrachos de mierda!
—¡Somos la policía! ¡Cállese usted, vieja chota!—contestó Gómez mientras trataba de enderezar la pierna. La mujer volvió a meterse en la casa. Cuando pensé que Gómez iba a tratar de golpearme se abrió la puerta del taller. Dos orientales grandotes salieron con cara de pocos amigos. El dialogo que siguió no puedo referirlo porque no entendimos nada de lo que nos dijeron. Pero el tono y el tamaño de los tipos nos dejó en claro que querían que nos fuéramos. Gómez estaba por sacar la pistola cuando le sonó el teléfono. Por alguna razón que desconozco, los orientales se quedaron quietos y esperaron que Gómez contestara. El comisario se limitó a decir “si”, “ajá”, “bien”, “comprendido” y cortó. Se apoyó de vuelta en el auto. Guardó el teléfono, y del mismo bolsillo sacó las llaves del auto.

—Órdenes de arriba. Saludá a los señores que nos vamos –me dijo—. Nos mandan a parar todo. La noticia llegó a los medios. 


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