Casipupi me llevó a casa manejando un Fiat 128 IAVA
anaranjado, que debió haber conocido mejores épocas. Así como Casipupi encarnaba
todo lo que no podía tolerar en una persona, su auto representaba claramente
como no debía mantenerse una máquina. La pintura era ordinaria y había sido
aplicada con rodillo, los espejos retrovisores eran de un tamaño incoherente, y
el tapizado, no solo no era el original, sino que era chocante y estaba mal
cosido. No había ningún punto que pudiera compararse con mi Dauphine, en el que
se dejaba intuir la gloria de su diseño.
A las tres horas de haber llegado a casa, apareció
Rújale. Sola. Durante lo que quedó del día se dedicó a no hablarme, a actuar su
ausencia. En eso Raquelita es calcada a su madre, o a como era su madre cuando
vivíamos juntos. Las broncas de Sara eran ruidosas, pero la ira absoluta y
visceral se expresaba en un silencio opresivo. De todas maneras, lo que me
angustiaba en Sara, no pasaba de ser un incidente menor en Raquel.
Esperando que el ánimo de mi hija volviera a la
normalidad, me dedique ordenar mi ropa para la visita a Susana del día
siguiente. Aunque la gorda fuera fácil, tenía que garantizar una facha
interesante. Después de todo, el mismo tiempo que pasó para ella pasó para mí. Cuando
finalmente fui a acostarme, me costó dormir porque no encontraba una posición
en la cama en la que no me doliera algún moretón de la golpiza. De todas
maneras ocho horas después, estaba nuevo y de buen humor. Tenía una pista,
tenía un contacto y sentía que ya tenía asegurada la plata para terminar de
arreglar el Dauphine. Nada podía salir mal.
Una de las cosas más asombrosas de la vejez, es que
contra lo que la sabiduría popular sostiene, se aprende bastante poco de la
experiencia. ¿Por qué digo esto? Porque siempre que tuve la certeza de que todo
iba encaminado, alguna situación se torció de un modo inesperado o grotesco. Y aún
así, sigo practicando ese optimismo enfermizo. Ya tendría yo que haberme dado cuenta
que nada bueno puede salir de un día en que el desayuno es constantemente
interrumpido por el orate del novio de Rújale.
Mi adorada hija había pasado de la aplicación férrea de
la ley del hielo, al régimen del gruñido y los monosílabos. Eso no me impedía
disfrutar de mi café y mis medialunas. Lo que si era un obstáculo, era la cara
de mandril hambriento que plantó el muchacho delante de la bandeja de facturas.
--¿Qué buscas nene?—le dije con un tono lo
suficientemente seco como para que una persona normal entendiera que no buscaba
compañía.
--Hola suegro, buenos días.
El muchacho se arrimó a la mesa y se sentó. Me quedó
claro que lo que opera con personas normales no funciona con este chico. ¨Por
un instante me dio un poco de lástima, y
sin dejar de mojar mi medialuna en el café, con la mano que tenía libre, empujé
la bandeja en dirección al bobo. El sujeto entendió perfectamente el gesto
porque pasó a devorarse mi desayuno, y a hablarme con la boca llena.
--Buenas noticias suegro.
--No soy tu suegro, Renzo.
--No soy Renzo, soy Enzo.
--Me da lo mismo, ¿qué querés?
El chico sacó un paquete que traía en su bolso.
--Acá le traje el grabador. Se lo había llevado a un pibe
amigo que tiene un tallercito en la calle Eufrasio Loza. Le dio una limpiadita
y anda un chiche, además le conseguí unos microcassetes.
Mientras decía esto, Enzo iba poniendo el aparato y las
cintas sobre la mesa del desayuno. Lo hacía con una delicadeza tal que por un momento pensé que había una
genuina corriente de afecto del muchacho hacia mí. Me acordé de un caniche
horrible que Sara había tenido años atrás. Era un cuzco tan zonzo, que no
importaba cuanto lo maltrataba, siempre volvía moviendo la cola. Para completar
la analogía con el perro, apareció Raquel para poner orden.
--Enzo, ¡Venga para acá!
El muchacho, obediente, se levantó y fue hacia donde
provenía la voz del amo. La escena me dio pena, así que mientras se iba le hice
una sonrisa. Después de todo, se había tomado el trabajo de llevarme a arreglar
el grabador.
Antes de la hora del almuerzo, aproveché el momento en
que Raquel revisaba planillas para poder salir sin dar explicaciones. Lento
pero decidido, disfrutando de la luz del mediodía llegué hasta la casa de la
gorda Susana. Toqué la puerta y al ratito se abrió.
No quisiera apabullar al lector con descripciones. No es
que no me alcancen las palabras. Es que no me parece justo. Es muy posible que
si ustedes conocieran a la enfermera Susana, trabajando y con su uniforme, no
les llame la atención. El problema es encontrarla en la puerta de su casa,
semidesnuda, apenas cubierta por un negligeé
de tela sintética que pretende ser satén.
--Hola Betito. ¡Que lindo estás! Pasá que te sirvo algo
fresco.
Entré sabiendo que iba a necesitar bastante más que algo
fresco para pasar el mal trago. Por debajo de la tela se intuía una masa amorfa
que tenía poco que ver con el cuerpo solido que recordaba. Para distraerme me
puse a mirar el ambiente: un salón comedor lleno de muebles viejos, una puerta
que daba a la cocina, una ventana a un patio de luz, y al costado, una escalera
que llevaba a una planta alta. Tratando de ir directo al grano, mientras Susana
iba a buscar algo a la cocina, pregunté por los chinos.
--¿Así que la iglesia de los chinos está acá nomás?
--¿Vas a hablar solamente de trabajo? Yo me estaba
preparando para pasar un lindo momento.
Susana traía una bandeja con vasos, un sifón, una botella
de Cinzano Rosso y un Gancia. Sin contestar a mi pregunta, ni dando lugar a más
conversación combinó las bebidas de la misma manera que años atrás lo hacía en
el buffet del club. Me acercó un vaso apoyándose casi en mí, y después se alejó
para arrojarse en un silloncito. Quiero creer que ella se veía como una mezcla
de Lana Turner con Sharon Stone. Para mí, en cambio, era un híbrido de Miss
Piggy con la gorda de Misery. Empecé a caminar por el salón como un ratoncito
que busca una vía de escape. Nervioso, cometí un error. Buscando cómo llegar
por el techo a la iglesia de los chinos, puse un pie en la escalera.
--¿Por acá se llegará a…
--Subí corazón—interrumpió la gorda, mientras me empujaba
con los pechos. De la impresión, llegué a la planta alta de un tirón.
Inmediatamente me acordé de Rújale cuando miraba películas de terror. Mientras
Renzo, Enzo o como sea que se llame se tapaba la cara para no ver, Raquelita le
gritaba al televisor.
--¡Hacete matar pelotuda! No hay que escapar para arriba.
Igual que la chica que llega viva al final de cualquiera
de la serie de “Martes 13” empecé a mirar ansioso las puertas mientras
escuchaba los pasos pesados de la gorda por la escalera. Vi un baño y entré.
Pasé la traba y busqué el teléfono para pedir refuerzos. Afuera, la gorda había alcanzado el rellano y
me buscaba.
--Betito, picarón, ¿Dónde te metiste?
--Ponete cómoda y esperame un ratito. Me parece que me
cayó mal el copetín.
Nervioso marqué el número de Gomez. El desgraciado tardó
en atender.
--¿En qué andás Baigorria?
--Tengo una pista firme para llegar al Papamóvil pero
tenés que venir ya a darme una mano.
Mientras le daba la dirección, Susana volvió a acercarse
a la puerta del baño.
--¿Qué pasa Betito, hablás solito?
--Nada, nada. Esperame que ahí voy.
Gomez, escuchó la conversación. A partir de ese momento
noté en su voz un claro tono de malicia:
--¿En qué te metiste “Betito”? ¿Otra vez pensando con la
cabeza de abajo?
--Por favor Gomez, por lo que más quieras, vení a sacarme
de este apuro.
Del otro lado de la línea se sintió la carcajada de
Gomez. Después siguió hablando.
--Te merecés todas y cada una de las que te pasan “Betito”.
Ahí voy para rescatarte, lo más lento que pueda—dijo. Y cortó.
La comisaria Sexta está a no más de seis cuadras de la
casa de Susana, pero de todas maneras, Gomez se las arregló para tardar media
hora en llegar. Tiempo durante el cual se me fueron agotando las excusas para
permanecer en el baño. Por otra parte, el tono de la conversación de la gorda
había ido virando de la seducción al enojo. Cuando pensé que tendría que salir
y enfrentar la situación sonó el timbre. Susana dejó escapar una puteada y bajó
la escalera. Cuando abrió la puerta de calle, y escuche la voz de Gomez,
abandoné de mi refugio. Gomez y Susana también se conocían de jóvenes pero se
detestaban desde entonces. No había ninguna razón en particular. Simplemente no
se gustaban. A los dos o tres minutos de hablar, subieron la escalera. Susana
estaba claramente enojada. Sin mirarme, abrió una puerta que estaba junto al
baño, y extendió el brazo señalando hacia afuera.
--Terraza, —dijo– a la derecha está el techo de los
chinos.
Gomez rodeó a la gorda y salió por la puerta. Lo seguí.
Cuando le pasé al lado, escuché clarito la voz de Susana diciéndome:
--Si volvés a pisar mi casa, o te cruzo en la guardia del
Hospi, te castro de una.
Salí todo lo rápido que pude. Esta no era una mujer de
perder tiempo en amenazas porque si nomás.
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