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Baigorria (16)

Lo mejor que le puede pasar a uno cuando vuelve a su casa es que no haya nadie en la vereda. Que cada personaje del barrio esté ocupado en lo que le corresponde: el almacenero vendiendo, el mecánico arreglando, los nenes jugando, las viejas barriendo, y los ladrones imaginando como desvalijarte. Cada quién en su lugar. Si en cambio uno ve desde la esquina un grupo, grande o pequeño, no importa, a la altura de su puerta, significa que las cosas están entre mal y muy mal.
Las llamadas perdidas de Rújale en el teléfono ya habían sido un aviso de que algo pasaba, pero cuando llegué por Buchardo a la esquina con Antranik, ya se veía, a una cuadra y media de distancia, un cúmulo de gente frente a mi casa. Traté de no perder la calma y seguí caminando a la misma velocidad. Yo se que esto no tiene ningún efecto sobre las cosas, pero tratar de mantener una conducta normal era la estrategia que había desarrollado en mis años de matrimonio con Sara Sandler. Si Sara se agitaba, yo aparecía calmado; si Sara, se deprimía, yo mantenía el ritmo. Fingir aplomo me había permitido sostenerme a pesar de los vaivenes de la convivencia. Hasta que pasó lo de la Teresa y la partida de Sara y los chicos. Yo sabía que Sara se iba, pero mantuve hasta el último momento el esfuerzo de seguir negando todo, de comportarme como si nada pasara. Después que se subieron al taxi que los llevó al aeropuerto, cerré la puerta y bajé media casa a golpes de martillo. Sé que Raquel se enteró porque los vecinos le contaron ni bien volvió, pero ella nunca comentó nada.
Faltando media cuadra para llegar a mi puerta empecé a distinguir las figuras. Raquel y su novio, Gómez, y no más de diez vecinos de mi calle. Raquel estaba de pie frente al portón, rígida. Conversaba con Gómez. No se agitaba, no gritaba. Gómez escuchaba atentamente. No alcancé a ver ningún gesto crispado de ninguno de los dos. De todas maneras, igual que con su madre, a Raquel hay que tenerle miedo cuando no grita. A medida que me iba acercando a mi casa empecé a distinguir las voces que me hacían comentarios.

—No te calentés Beto.
—Seguro que son los pibes de Bajo Pueyrredón.
—Mucho chorito suelto, eso es lo que hay.
—Ensuciarle la casa así a un hombre mayor, ¿a vos te parece?
El último comentario me cayó como una cachetada: ¿se referían a mí como hombre mayor? Yo sé que he pasado los sesenta. Registro los dolores de las articulaciones, las acideces, las dificultades para hacer pis. Pero nunca me había pasado de escuchar que me trataran como a un viejo. Estuve un instante estupefacto hasta que me di cuenta de que Gómez, Raquel y Renzo (o Enzo) me miraban. Sólo entonces giré y pude ver el frente de mi casa. Desparramados por la vereda había montones de basura: restos de comida, cáscaras, verduras y frutas podridas, pañales cagados. En el momento en que vi todos los desperdicios empecé a sentir el olor. Recuerdo la escena como si todo se hubiera detenido, incluyendo los sonidos. A medida que me fui acercando las personas y las cosas fueron recobrando el movimiento. Tenía ganas de llorar. El portón del taller estaba pintarrajeado con pintura en aerosol. No tiene mucho sentido que transcriba lo que decían los grafitis. Ya sabrán que estoy acostumbrado a que me insulten. Lo único que me llamaba la atención era la mala caligrafía y los tremendos errores de ortografía. Mi casa había sido vandalizada por una banda de semianalfabetos.
 Estaba acostumbrado a ver estas situaciones como policía, no como víctima. Pero de todas maneras sabía lo qué iba a suceder. Los vecinos iban a seguir un rato más dando vuelta alrededor de la casa, iban a acercarse a mí con la intención de parecer empáticos, y después, cada quién con su familia, iban a decir que seguramente yo había hecho algo para que me taparan la casa con basura. Quizás en este caso la diferencia es que mis vecinos no especularían sino que llevan años sosteniendo que me merezco un trato de este calibre. Para evitarles el esfuerzo de mostrarse preocupados por mí, decidí tomar las riendas del asunto; sin hablar con nadie, corrí la puerta del galpón y entré. Antes de volver a cerrar llame a Raquel y a Gómez. Gómez entró, pero Raquel y el novio se quedaron afuera.
No tenía ánimo para sutilezas:
—¿Qué sabés, Gómez?
—Hijo de puta, andá a consolar a tu hija,— me contestó.
—Mirá negro, dejate de joder y decime qué mierda pasa. ¿Cómo llegaste hasta acá?
—Raquelita me llamó. Pobre chica. ¿No te alcanza con la vida de mierda que le dás? Encima se tiene que comer esta humillación delante de todo el barrio.
—¿Qué me querés decir, negro pelotudo?
—Betito, dejá de insultarme y pensá en lo que verdaderamente importa. Esta chica se va a ir de vuelta a Israel con la madre, y vos vas a terminar como un pobre viejo choto en el geriátrico más pobre del barrio.
Llegado ese punto de la conversación, tomé conciencia de varias cosas: por un lado, Gómez volvía a traer a cuento el tema de la vejez; por el otro, me trataba de un modo amigable, como si estuviéramos hablando gansadas al borde de la pileta de Redes, como si nunca hubiera sucedido lo de la Teresa, como si jamás hubiéramos dejado de ser amigos.
Me quedé en silencio. Estaba afectado pero no quería mostrar mi lado blando. Respiré hondo y retomé la conversación:
—¿Qué averiguaste?
—Nada. Pasa lo de siempre. Aparece una banda en pleno día y nadie se entera ni ve nada.
—¿Le pasó algo a Raquel?
—Raquelita estaba con el muchacho ese, haciendo compras en el Vea de la Buchardo. Se encontró con esto cuando volvió. No es que me quiera meter en tu vida, pero ese chico ¿no es medio poca cosa para tu hija?
—Gómez, no me tirés la lengua que ya tengo bastante. En vez de recordarme que Raquel está de novia con un pelotudo, ayudame a desarmar este quilombo. Vos en esta también tenés que ver.
—¿Qué querés decir?
—Que esto lo hicieron los coreanos. Estamos acercándonos a la pista del papamóvil.
—Beto, no jodas. A vos medio barrio te tiene las costillas contadas. Vos sabés que los vecinos comentan. Además desde la Central me dijeron que no me caliente por el asunto. Seguro que robaron el papamóvil por los repuestos y ya está desarmado. Además, en la planta de Santa Isabel están haciendo una réplica. En dos meses nadie se acuerda de nada.
La situación era desconcertante. La familiaridad con la que Gómez volvía a tratarme era igual de incómoda que la agresividad anterior. Y en lo que hacía al robo, no entendía si su actitud era ingenua, obediente o cínica. Tenía que hacer que todo volviera a un cauce relativamente normal, tranquilizar a Raquel, explicarle a Gómez lo que el viejo Park me había dicho, despachar a los vecinos, limpiar el frente de mi casa, y sobre todo, recuperar el papamóvil. Era la única vía posible para conseguir la plata para arreglar el Dauphine.
Le conté a Gómez la conversación con Park pero me miró incrédulo. Se dio vuelta y salió para la calle. Lo último que me dijo fue que me ocupara de Raquel, y saludó con la mano en alto, como lo hacía cuando salía de la cancha de basket.


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