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Baigorria (17)

¿Cuánto es lo que un hombre en su sano juicio puede soportar? Mucho más de lo que uno cree. El problema no es “el problema” (según recuerdo, un cantante bastante ordinario que le gustaba escuchar al orate decía lo contrario) sino la acumulación de problemas. Una analogía: durante mi casamiento, Doña María Jaitkis, una de las muchas tías de Sara, se la pasó comiendo como si el fin del mundo fuera inminente. Cuando faltaban minutos para cortar la torta, la pobre vieja empezó a retorcerse como si estuviera poseída. La mitad de los convidados no se inmutó y siguió atacando la mesa, mientras el resto trataba de auxiliar a la mujer. Para que la celebración pudiera continuar, mi entonces amigo  Gómez, se las arregló para depositar a la señora en la guardia del Hospital Córdoba y volver a la fiesta. Al día siguiente, aprovechamos para visitar a la tía antes de partir al viaje de bodas. Doña María había sido intervenida de urgencia de cálculos biliares. A pesar de que, según ella, había estado al borde de la muerte, habló hasta por los codos relatando con precisión y detalle la cirugía. Remató la historia mostrando el frasco con las piedras que habían sacado de su vesícula y la afirmación: “ahí tenés querida, casi no la cuento por culpa de la última empanada”. Saliendo del hospital, Sara todavía hacía esfuerzos por contener la risa. Según comentó, la tía siempre comía escandalosamente en las fiestas, y el azar había querido que alcanzara el punto máximo de acumulación durante nuestro casamiento.

De la misma manera en que se le reventó la vesícula a doña María, encontré yo mi punto máximo.  Me había acostado a dormir extenuado. Por un lado tenía la bronca y la amargura por las pintadas en la puerta de casa. Raquel había quedado realmente preocupada. En vez de buscarme pelea, se había pasado el resto de la tarde y la noche en silencio. Por otra parte, me sentía excitado después de la charla con el viejo Park. Tenía la intuición de que había una pista firme, de que estaba en el camino para resolver el robo. Y de ahí, a solo dos pasos de lograr el dinero para arreglar el Dauphine. Menos en lo que se refería al auto, estaba acertado en todo.
A las cinco de la mañana me despertaron los gritos de Raquel. Por la manera de insultar, me quedó claro que su vida no estaba en peligro, pero que había pasado algo verdaderamente grave. Intenté levantarme de la cama lo más rápidamente posible, así que por no prender la luz me llevé por delante la cómoda. Gritando e insultando a mi vez por el golpe, salí a buscar a Rújale por la casa.  Iba atravesando los ambientes sin encontrarla. Empecé a tener un muy mal presentimiento.  Automáticamente me dirigí al galponcito. A medida que me acercaba, la voz de Raquel se escuchaba más claramente. Cuando llegué a la puerta me temblaron las piernas. Puede haber sido el miedo, o a lo mejor los efectos del golpe con la cómoda, la cuestión es que antes de entrar me apoyé en el vano y ahí pude verlo: el Dauphine.
Les juro que mientras le cuento la escena todavía me saltan las lágrimas. Todo lo que alguna vez había querido, todos los sueños, el último proyecto que me quedaba había sido atacado. No quedaba ningún vidrio entero. Se habían tomado el trabajo de golpearlos uno por uno. La carrocería estaba abollada y manchada. Le había tirado algún líquido corrosivo. Tuve que apoyarme en el marco de la puerta y respirar hondo. Raquel se había callado y me miraba. Me dije que no debía llorar. Que si no me había permitido hacerlo cuando Sara se fue, no podía hacerlo ahora. Avance de a poco. Cuando estuve cerca de Raquel, abrí los brazos. Ella se acercó y se dejó abrazar. Por encima de su hombro seguí mirando el Dauphine. El malnacido que lo había atacado, se había ensañado al punto de tajear la tapicería y martillar el tablero de instrumentos. No quise mirar más. Abracé más fuerte a mi hija y apoyé mi frente sobre su hombro.
Hasta aquí llega la parte conmovedora de la escena. Habremos estado un minuto más en silencio cuando nos interrumpió el orate. Se ve que Raquel, antes de llamarme a los gritos, había tenido el mal gusto de comunicarse por teléfono con esa cosa a la que ella llama novio.  El chico entró aprovechando que la persiana del frente del galpón había sido levantada por los perpetradores del atentado. En vez de quedarse en un silencio respetuoso empezó a decir estupideces:
—¡Ay Raquelita! ¿Qué pasó? ¿Estás bien? Contestame corazón. ¿Qué pasó acá? ¡Uy que cagada don Beto!
Hizo una pausa. Aproveché para mirarlo a los ojos y con una de mis manos le indique que bajara la voz. Raquel se movió un poco. Lentamente se fue acercando hacía él. En vez de colaborar en tranquilizar a mi hija, el muy imbécil hizo todo lo posible por agravar la situación.
—¿No te digo yo? Este no es un lugar para vos Raquelita. ¿Qué hacés trabajando en un lugar de mala muerte? Tenés que buscarte algo a tu altura.
¿De qué hablaba el estúpido? ¿Acaso él mismo no era empleado de mi agencia? ¿No tenía él un sueldo gracias a este “lugar de mala muerte”? ¿No era éste el lugar donde había conocido a Raquel? Empecé a sentir como pasaba del dolor a la furia. Como la vesícula de doña María, que había resistido hasta que comió la última empanada y reventó, la acumulación de sinsabores me hizo estallar en un grito destemplado:
—¡¿Qué decís, pendejo pelotudo?! ¿Cómo te atrevés a hablar mierda delante de mí, sorete? ¿Quién carajos te pensás que sos para siquiera atreverte a opinar algo delante de Raquel y de mí?
Los dos se quedaron callados. Raquel estaba pálida, pero el novio se ponía cada vez más colorado. Empecé a notar que al muchacho le empezaba a temblar un párpado y se le marcaba una vena en la frente. Raquel, que generalmente resolvía todo a los gritos, se limitaba a darle unas palmaditas cariñosas en el pecho. El pánfilo respiró hondo y empezó a gritar él también. La situación era muy ridícula porque la voz se le ponía aguda y chillona.
—Deje de faltarme el respeto viejo idiota. Sé perfectamente lo que opina de mí, pero siendo pendejo, pelotudo, sorete y cuantas cosas más me quiera decir, igual Raquel me elige.
—Cállense los dos.
Raquel había salido del silencio hablando bajo pero de una manera terminante. No lloraba. No le temblaba la voz. Se me aflojaron las piernas. La última vez que una mujer de la familia había usado ese tono fue cuando Sara me avisó que se iba.  Busqué donde sentarme. Raquel seguía en el centro del galpón delante del Dauphine destrozado, dejándose abrazar por el mequetrefe.  De a poco se apartó y comenzó a caminar. Se paró delante de mí.
—Yo así no puedo más,— me dijo —voy a volverme a Israel.
No terminaba de asimilar un golpe cuando recibía otro. Raquel giró y miró al muchacho.
—Podés venir conmigo  si querés.
El chico se acercó y la abrazó.  Si no hacía algo iba a perder lo poco que me quedaba.  Me puse de pie y camine hacia el banco de trabajo. En un cajoncito lateral siempre guardo una pistola. La saqué y de la manera más calma que pude, revisé que estuviera cargada. Después empecé a caminar hasta el portón.
—¿A dónde va, viejo loco?— me preguntó Enzo cuando les pasé al lado.
Sin darme vuelta le contesté:
—A resolver esto de una buena vez.


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