Después de la conversación telefónica estaba resuelto a ponerme en movimiento.
La posibilidad de hacer unos pesitos extra para pagar los arreglos que le
faltaban al Dauphine, era un aliciente mucho más importante que las supuestas
obligaciones y deudas de honor que me unían a Gómez y al pasado. Así que, habiendo
decidido volver a la acción, necesitaba buscar algunas herramientas.
La prioridad número uno era buscar información sobre los
chinos, así podía prescindir de la pistola. En realidad, si tengo que ser
honesto, ya no tengo permiso para utilizarla, y estoy fuera de práctica. Además,
aunque sé donde está guardada, buscarla sería como abrir la caja de Pandora.
Para ser menos literario y más concreto, implica abrir los cajones de la
rusita. Cuando Rújale volvió a vivir conmigo, ordenó y limpió su vieja
habitación para hacerse un espacio. Metió todo lo que yo había ido poniendo ahí
en cinco cajas que ahora están en el fondo del galponcito. Cada vez que las ve,
Rújale me espeta:
—¿Qué esperás para tirar esa mierda?
Yo no le contesto porque no quiero pelear con ella. Que
haya vuelto ya fue un premio inesperado. No me gustaría que volviera a irse. Pero
tampoco tiro las cajas.
Entonces, sabiendo que salía sin pistola, tenía que
hacerme de algunos otros instrumentos que me sirvieran para registrar la información
que justificaría la plata que gentilmente me iba a “ceder” la cooperativa
policial de la Sexta. Me puse a buscar el grabador y la cámara de fotos.
Durante la hora que me llevó encontrarlos, estuve
moviendo cosas viejas y sacudiendo parvas de tierra. Así que el resultado, además
de una cámara y un grabador, fue dolor de ciático, tos y estornudos. En ese
estado me encontró mi empleado, el bobo, que pasaba a buscar mi hija. Lo que
más me molesta de este muchacho, y de toda su generación, es esa creencia
estúpida de que son simpáticos simulando una familiaridad que nadie les ha
pedido.
—Hola suegro, —saludó el orate.
—Nada de suegro. Y no jodás que acá soy tu jefe.
El muchacho me miró con una expresión que mezclaba
impavidez y zoncera, y cambió de tema:
—¿Qué anda haciendo Baigorria? Mire que después la Raquel
se enoja…
—Mirá chiquito, dejame que yo me arreglo con Raquel. Por
otra parte, ¿vos no fuiste con ella al centro para cambiar un pantalón?
—La tenía que encontrar, pero me olvidé donde habíamos
quedado. Además me dejé el teléfono acá, así que no tenía como contactarla. Por
eso vine.
—Entonces busca tu telefonito y dejame que yo haga mis
cosas.
El muchacho se puso a dar vueltas por ahí cuando me
agarró un nuevo ataque de tos y de estornudos. Cuando pasaron, me sentía
acalorado y lloroso.
—¡Uh! ¡Qué mal que andamos suegro –me dijo el tarado, mientras
revisaba el teléfono recién encontrado—, se ve que le hace falta tener alguien
que lo cuide.
El chico insistía en tomarse una confianza que yo no le
había dado, pero no me podía dar el gusto de insultarlo porque me costaba
hablar. Me limité a pedirle que me acercara un vaso de agua. Como no puede
hacer bien ni las cosas más sencillas, tardó un tiempo irracionalmente largo en
traérmelo. Por lo menos me sirvió para revisar tranquilo el estado de los
aparatos. Cuando llegó con el vaso de agua, el muchacho se sentó a mi lado y
empezó a soltar opiniones:
—¿Colecciona antigüedades, Baigorria?
—Mirá, nene –le dije tratando de no putearlo—, este
grabador Sony, era la envidia de toda la comisaría. Y la cámara es una Canon
AE1. No cualquier pichi tiene una de estas.
Me miró como si viera llover. Estuvo un momento más en
silencio y después me largó:
—¡Qué pena que no
vaya a conseguir rollo! Hubiera estado buena si hubiera sido digital.
—¿Qué querés decir?
—Que la maquina esa habrá sido todo lo recontra top que usted dice, pero ahora no le
sirve para nada.
—¡Mierda! –solté bajito y entre dientes. En ese momento,
la combinación de la tos, el dolor de cintura, y el comentario del novio de
Rújale me hicieron tomar conciencia de todo el tiempo pasado. Tomé la cámara
con las dos manos y la sostuve. El gesto, la sensación del peso entre las manos
me recordó la manera en que había sostenido la cara de Sara Sandler, al
despedirse, justo antes del momento en que se fue para siempre. Se me volvieron
a humedercer los ojos, pero esta vez por la tristeza.
—¿Le pasa algo, suegro?
—Nada pibe, es que me llené los ojos de la tierra que
tienen estas cosa. Y no me digas suegro.
Dejé la cámara sobre la mesa. Me pasé la manga por los
ojos y traté de cambiar de tema.
—Vos que sos tan moderno, nene, ¿me podés decir si este
grabador sirve para algo?
—Habría que ver si los engranajes y las gomas andan bien,
pero no le veo otra cosa. Los cassetes chiquitos que usa los puede conseguir
por la calle Rioja.
Cuando el chico terminaba de hablar, sentimos el
estruendo de la puerta del living al cerrarse violentamente. Inmediatamente
después, unos pasos pesados y rítmicos, como si los cuerpos de élite del ejército
israelí entraran a allanar la casa. Antes de que pudiéramos comentar nada,
Rújale estaba parada delante de nosotros. Primero dijo algo en hebreo, que por
el tono debió haber sido muy agresivo, lo que siguió fue en español.
—Pedazo de pelotudo, —le dijo al novio mientras le tiraba
por la cabeza el pantalón que había ido a cambiar—, ¿por qué no apareciste, y
por qué carajos no contestaste el teléfono?
El muchacho me dio pena. Una cosa es que me parezca un
idiota sin arreglo, y otra es avalar que se lo trate de una manera humillante.
Pero Raquelita no es precisamente una colaboradora de las misiones humanitarias
de la ONU.
El chico se quedó sin habla. Se limitó a sacarse el
pantalón que tenía enredado en la cabeza y a blandir el teléfono con una mano.
—Me lo había olvidado. Lo vine a buscar.
Raquel lo miró con odio y volvió a insultar en hebreo.
Caminó alrededor nuestro como una leona que juega con la presa, hasta que
reparó en la cámara y el grabador.
—¿Para qué sacaste esas porquerías?
—No son porquerías, —dijo el muchacho—tu papá me contaban
que son Canon y Sony.
—A vos no te hablo, estúpido. Agarrá el pantalón y andá a
la vereda.
El chico, obediente, salió en silencio. Raquel volvió a
mirarme esperando una respuesta. Antes de que intentara contestarle me amenazó:
—Que no me vaya a enterar que volviste a las andadas.
Cuando llegó a la vereda escuché como seguía rigoreando
al novio hasta que se fueron alejando. Me quedé pensando qué hacer. Finalmente
concluí que Rújale no era un peligro real mientras no se enterara lo que yo
hacía, así que salí de casa a buscar información sobre los chinos, en el lugar
más lógico: los supermercados del barrio.
me encanta ese yerno... y el odio generacional !
ResponderEliminarA todos nos va a llegar en algún momento.
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