Aunque el contacto con
Gómez no había llegado nunca a interrumpirse del todo, hacía muchos años que no
entraba a la Comisaría Sexta.
El edificio sobre la avenida 24 de Septiembre no había cambiado mucho. Era
incómodo y poco funcional para una dependencia policial. No dejaba de ser una
casa de 1900 con sus patios y
recibidores.
Además de los
problemas del edificio, Gómez no la manejaba bien. O sencillamente no la
manejaba. Trataba de delegar todo lo que fuera posible en sus subordinados. Se
atrincheraba en la cocina y resistía el avance de una generación de policías
que, sin llegar a ser simpáticos, de vez en cuando aparecían en la tele
llorando porque habían asistido en un parto.
Fui temprano para
encontrar la menor cantidad de personal posible. No tengo ya ganas de explicar
quien soy, o en todo caso quien fui. No es que se acuerden mucho de mi, pero
cuando lo hacen no es en buenos términos. Algunos de mis excompañeros por
suerte han pasado a retiro y ya no se sienten obligados a insultarme cuando me
ven en la calle. Gómez estaba en el zaguán de la entrada, apoyado sobre una de
las paredes, con el mate y el termo en las manos. Parecía una viñeta de las que Cognini publicaba hace años en La Voz del Interior.
Gómez me miró. No
dijo nada. Miró el mate, acomodó el termo. Cebó un mate largo y espumoso y me
lo alcanzó.
—Le acabo de
cambiar la yerba. No me vengas con delicadezas como acidez o cualquier otra
boludez. Ahora tengo a cargo una banda de putos que ni mate toman.
Recibí el mate y me
lo tomé en dos sorbos. Se lo alcancé de nuevo a Gómez, que volvió a cebar. Fue
chupando la bombilla despacito y concentrado. Cuando terminó, me miró de nuevo
con una expresión desganada.
—¿A qué viniste?
—¿Cómo “a que
vine”? ¿No vamos a interrogar a los chinos?
—¿Qué? ¿Acaso hablás
chino ahora, pelotudo?
Hizo una pausa.
Sabía de sobra que cuando Gómez estaba en ese ánimo había que esperar y dejarlo
hablar. Por el zaguán cruzó un policía muy joven que debía empezar su turno. Se
saludaron, y el chico siguió hacia el patio donde está la unidad judicial. Como
se había despegado de la pared para saludar, Gómez aprovechó para estirarse un
poco y hacer unos pasos.
—No tengo a los
chinos. Los tuve que largar –dijo.
— ¿Cómo?
—Abriéndoles la
puerta.
Dejé pasar otro
momento.
—Gómez, no te me
hagás el ingenioso ahora. Estoy en esta porque vos me llamaste. Me cagaron a
trompadas y terminé en la guardia. Mi hija no me habla. Me merezco una expli…
—Te merecés que te
pasen por arriba con un tanque. Pero eso es otro asunto. Tuve que largar a los
chinos putos esos porque a la media hora que los tuve acá me reventaron de
llamadas de teléfono desde arriba.
—¿Arriba?
—El Gobierno de la Provincia , pelotudo.
Desde la Cámara
de Supermercados Chinos hasta la
Asamblea de Iglesias Presbiterianas, salieron todos a gritar
por los amarillitos estos. No hubo secretaría de la que no me hablaran para
putearme. Así que los largué.
—¿Y el robo del
museo?
—Eso es lo raro.
Después de que ya había largado a los chinos me volvieron a llamar. No me
acuerdo de que ministerio, para decirme que tuviera mucho cuidado. Que diera el
asunto por cerrado. Que había habido un malentendido y que al papamóvil lo
habían sacado para hacerle mantenimiento.
—¿Y?
—Y es mentira,
pedazo de pajero a pilas. Me vengo a enterar que medio barrio vio pasar el
papamóvil a la madrugada, y estos boludos me quieren hacer creer que no hubo un
robo. Seguramente estarán buscando alguna Traffic vieja en los depósitos
judiciales para hacer una copia y terminar el asunto.
Lo miré. Estaba
lleno de bronca contenida. Era el momento de retirarme. Le pedí un mate más.
—Cebame uno para el
estribo Gómez.
Me lo alcanzó. Lo
tomé. Y me fui. Sin demasiados saludos ni expansiones.
Encaré por la 24 de
Septiembre, para barrio Patria. La mañana estaba clara y daban ganas de
caminar. Llegando a la avenida Patria me sentí cansado por la subida, así que
decidí parar en algún café de la zona del Hospital Córdoba para tomar algo.
Para no cruzarme con Casipupi, que solía parar en el Olé, fui directo para el
Ambassador. Apenas entré me di cuenta de que había cometido un error.
—Betito, viejo
animalito nocturno, ¿qué aventuras te traen por acá?
La voz ridícula de
Casipupi salía de entre una banda de viejos arrinconados en una mesa.
No había mucho que
hacer. No podía dar la vuelta y salir, así que me acerqué a la mesa.
—Vení Betito, te
acordás de las “estrellas blancas”?
Los viejos que
estaban sentados con Casipupi eran, efectivamente, algunos de los integrantes
de lo que había sido el mejor equipo de Basket que había tenido General Paz
Junior’s. Cuando yo era chico, se paseaban por el barrio con aire de
gladiadores. Los más chicos queríamos ser como ellos. Ahora eran unos señores gruesos
y anteojudos.
—Hola, ¿Qué tal?
Baigorria… —Saludé.
—Si, el de
Redes—dijo uno.
—Ah, el policía—dijo
otro.
Otros se callaron y
se miraron. Como ya estoy acostumbrado a estas situaciones, y además quería tomar algo, me senté en la
silla que Casipupi me acercó.
Los viejos
siguieron hablando de sus asuntos. Alguno contaba una operación de cataratas
mientras otro se quejaba de los divorcios de sus hijos, y otras conversaciones por el estilo. El mozo
pasó, le pedí un café doble y me quedé en silencio esperando la bebida. De la
nada, Casipupi interrumpió las conversaciones para espetarme directamente:
—Y Betito, ¿ahora
que largaron a los Taiwaneses de la
Iglesia , a quién le tiramos el muerto?
La mesa hizo un
silencio incómodo. Justo llegó el mozo con mi café. Aproveché como para que la
cosa se distendiera un poco. Sin darle demasiada importancia, busqué un
sobrecito de azúcar, y mientras lo ponía en el café y revolvía, le
contrapregunté:
—¿De qué me estás
hablando, che?
Casipupi se rió.
Buscó con la mirada la complicidad de los viejos de la mesa, pero ninguno le
llevó mucho el apunte.
—Betito, acá en el
barrio se sabe todo. Aunque los diarios no lo publiquen, aunque del gobierno lo
escondan. Todos se preguntan porque sigue cerrado el museo. Muchos vimos a los
chinos, y el quilombo que se mandaron ayer en la Iglesia Taiwanesa
también circula. Hasta sabemos que Chen lo cagó a palos a tu “amigo” Gomez.
No me gustaba que
Casipupi se pusiera irónico sobre mis asuntos con Gómez, pero no estaba con
ganas de contestarle. Me limité a tomar un buen sorbo de mi taza.
—Lo que no
entiendo—siguió Casipupi, —es por qué son tan limitados para hacer
investigaciones.
Casipupi hizo una
pausa dramática. El tipo estaba ansioso de que le preguntara qué sabía. Decidí
no darle con el gusto y seguí tomando el café. Los viejos estaban por retomar
sus conversaciones cuando Casipupi no aguantó y largó:
—A ver Betito, uno
más uno es dos. Si tenían que buscar un auto robado y unos orientales, ¿por qué
no fueron directamente a buscar a los amarillos de la calle Suipacha?
—¿Perdón?
—No te hagas el
pavo, Betito. Es a cuadras de tu casa,
nomás. ¿Sos el único que no sabe que los armenios del taller le alquilaron el
galpón a unos coreanos?
—¿Qué armenios?
¿Los Agopian?
—No, los
Avakian—dijo uno de los viejos.
Intervino otro:
—¿El taller no era
de los Mulukián? ¿O de los Torosián?
—Basta, –interrumpí,
—ya se de que galpón hablamos. ¿Lo alquilaron unos chinos?
—Coreanos, —me
corrigieron.
La situación era un
poco humillante. Un equipo de jugadores de basket retirados sabía más que yo de
un caso que estaba sacudiendo al barrio. Decidí retirarme de la manera más
honrosa posible. Terminé el café, inventé que tenía que ocuparme de algún
trámite y volví para casa. Cuando llegué me encontré con Rújale desayunando en
la cocina.
—Buen día
Raquelita.
—Buen día.
Si Rújale
contestaba, las cosas no debían estar tan mal. Decidí descansar el resto de la
mañana y salir a buscar a los coreanos después del almuerzo. Me puse a buscar
el juego de mate para prepararme unos amargos en la oficina.
Como si nada Rújale
largó:
Seguís haciendo
estupideces y a la primera de cambio me vuelvo a Israel con Ariel y mamá.
Policial negro y cordobés, como Dios manda.
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