Casi dos días enteros sin salir del departamento y las cosas no hacían más que empeorar.
La mañana del primer día no reaccionó al sonido del despertador y decidió llamar al colegio y dar parte de enferma. La secretaria que la atendió le recordó una cantidad innecesaria de veces que tenía que conseguir un certificado y luego llamar a Reconocimientos Médicos de la Provincia, porque la Directora había pasado un memo interno indicando que no se justificaran más inasistencias por razones personales. Liliana intentó, no con demasiada fuerza y lejos de sus mejores momentos, contestar algo que pusiera en su lugar a la insolente; pero le cortaron sin más.
Se quedó dormitando hasta el mediodía. Salió de la cama para responder el teléfono pero no llegó a tiempo. A través del contestador escuchó la voz de Sibila y decidió no atenderla. No tenía ánimo para escuchar más quejas. Esperó que su hija terminara de grabar el mensaje y se dispuso a llamar a algún médico para que le extendiera el certificado que necesitaba. Marcó el número del servicio de urgencias y la atendió una chica muy diligente, que con un fuerte acento porteño, le dio una serie de indicaciones que Liliana consideró obvias hasta lo ofensivo. Cuando deslizar alguna ironía sobre el hecho de que un servicio que se brindaba en Córdoba tuviera un Call Center en Buenos Aires, la operadora se limitó a saludar y cortar.
Esperó dos horas que fue matando mirando programas de chismes en la tele. Cerca de las tres de la tarde, cuando se había sentado a comer un sándwich hecho con lo que había encontrado en la heladera, llegó el médico: un chico joven, bajito, que hablaba todo el tiempo. Liliana coligió que debía ser recién recibido porque hizo una cantidad enorme de preguntas y realizó una cantidad igual de maniobras y pruebas para terminar afirmando que no encontraba nada anormal. Liliana insistió porque sabía que sin el certificado, la Directora de la escuela iba a usar la inasistencia para comenzarle un sumario administrativo.
—¿Qué me dice de esto?— dijo señalándole la cara.
—¿Qué?
—Oiga, ¿usted compró el título de Médico? ¿No sabe lo que es la rosácea?
—Por supuesto —contestó el petizo sin perder la calma— pero no veo que eso sea inhabilitante.
—Es socialmente inhabilitante. ¡Cómo se nota que no es mujer!
—Vea señora, si usted quiere yo le hago un papel que diga que no puede trabajar, pero sepa que esto no pasa la auditoría de una junta médica ni por casualidad. Además, si tanto le molesta la rosácea, ¿que hace comiendo mortadela?
Iba a contestarle, pero antes de que se le ocurriera una respuesta, el muchacho ya le había hecho un papel indicando cuarenta y ocho horas de reposo, y se fue.
En lo que llevaba del día ya la habían dejado con la palabra en la boca tres veces, así que tuvo que juntar ánimo para llamar a la oficina de Reconocimientos Médicos. Cuando tuvo la voluntad suficiente, le llevó unos cuarenta y cinco minutos discando hasta que logró que alguien la atendiera, para que le dijeran de mal modo, que se había comunicado tarde y que recién tomarían su llamado para enviar el médico al día siguiente. Sin nada que hacer, Liliana pasó el resto de la tarde metida en la cama. A la hora de dormir no tenía sueño así que tomó Valium.
El segundo día empezó con el ruido del timbre combinado con golpes en la puerta. Reaccionó embotada, gritando que esperaran que se vistiera, que ya atendía. Buscó en el dormitorio algún camisón que estuviera en un estado aceptable. Encontró uno que no le gustaba porque dejaba a la vista la parte más gorda de los brazos, pero era el único limpio. Camino al living se vio en el espejo: tenía el pelo sucio, transpirado y despeinado. Lejos de darle vergüenza, le pareció que aportaba veracidad a su incapacidad para ir a trabajar.
La médica de la provincia era una mujer gruesa y mayor con aspecto de burócrata. Liliana se acordó inmediatamente de una película de cárcel de mujeres que había visto en la época del destape con Tito y Cacho. La mujer no le dio tiempo a divagar.
—El certificado querida.
Liliana intentó hacer un relato de sus padeceres pera la mujer la cortó en seco.
—Ahorrá saliva querida que vos derrochás salud; pero si conseguiste algún turro que te cree tus cuentos, yo no tengo para que llevarle la contra al colega. O peor, hacerme fama de rompebolas en la oficina.
Liliana no contestó. Ya lo había intentado sin éxito el día anterior. Le dio el papel a la mujer, que lo selló, llenó un formulario en duplicado y se lo extendió.
—Tené nena. Setenta y dos horas. Así de paso aprovechás de poner en orden el departamentito.
La mujer se dio vuelta y salió dando un portazo.
Liliana se sintió rara. Había conseguido lo que necesitaba, pero no en sus términos. Empezó a sentir que la tristeza volvía y decidió que tenía que escapar. Se cambió para salir a hacer una compra cualquiera al almacén y salió del departamento. Para evitar el espejo del ascensor se dedicó durante el tiempo del descenso a mirar como pasaban las puertas de los distintos pisos a través de la puerta de reja.
En la calle el mundo seguía igual que dos días atrás. Compró verdura para hacerse una sopa tan buena como para garantizar que después de tomarla nada pudiera salir mal. Un poco más animada volvió al departamento en el momento en que el contestador empezaba a grabar:
—Liliana, soy Alberto. Tenemos que hablar.
La mañana del primer día no reaccionó al sonido del despertador y decidió llamar al colegio y dar parte de enferma. La secretaria que la atendió le recordó una cantidad innecesaria de veces que tenía que conseguir un certificado y luego llamar a Reconocimientos Médicos de la Provincia, porque la Directora había pasado un memo interno indicando que no se justificaran más inasistencias por razones personales. Liliana intentó, no con demasiada fuerza y lejos de sus mejores momentos, contestar algo que pusiera en su lugar a la insolente; pero le cortaron sin más.
Se quedó dormitando hasta el mediodía. Salió de la cama para responder el teléfono pero no llegó a tiempo. A través del contestador escuchó la voz de Sibila y decidió no atenderla. No tenía ánimo para escuchar más quejas. Esperó que su hija terminara de grabar el mensaje y se dispuso a llamar a algún médico para que le extendiera el certificado que necesitaba. Marcó el número del servicio de urgencias y la atendió una chica muy diligente, que con un fuerte acento porteño, le dio una serie de indicaciones que Liliana consideró obvias hasta lo ofensivo. Cuando deslizar alguna ironía sobre el hecho de que un servicio que se brindaba en Córdoba tuviera un Call Center en Buenos Aires, la operadora se limitó a saludar y cortar.
Esperó dos horas que fue matando mirando programas de chismes en la tele. Cerca de las tres de la tarde, cuando se había sentado a comer un sándwich hecho con lo que había encontrado en la heladera, llegó el médico: un chico joven, bajito, que hablaba todo el tiempo. Liliana coligió que debía ser recién recibido porque hizo una cantidad enorme de preguntas y realizó una cantidad igual de maniobras y pruebas para terminar afirmando que no encontraba nada anormal. Liliana insistió porque sabía que sin el certificado, la Directora de la escuela iba a usar la inasistencia para comenzarle un sumario administrativo.
—¿Qué me dice de esto?— dijo señalándole la cara.
—¿Qué?
—Oiga, ¿usted compró el título de Médico? ¿No sabe lo que es la rosácea?
—Por supuesto —contestó el petizo sin perder la calma— pero no veo que eso sea inhabilitante.
—Es socialmente inhabilitante. ¡Cómo se nota que no es mujer!
—Vea señora, si usted quiere yo le hago un papel que diga que no puede trabajar, pero sepa que esto no pasa la auditoría de una junta médica ni por casualidad. Además, si tanto le molesta la rosácea, ¿que hace comiendo mortadela?
Iba a contestarle, pero antes de que se le ocurriera una respuesta, el muchacho ya le había hecho un papel indicando cuarenta y ocho horas de reposo, y se fue.
En lo que llevaba del día ya la habían dejado con la palabra en la boca tres veces, así que tuvo que juntar ánimo para llamar a la oficina de Reconocimientos Médicos. Cuando tuvo la voluntad suficiente, le llevó unos cuarenta y cinco minutos discando hasta que logró que alguien la atendiera, para que le dijeran de mal modo, que se había comunicado tarde y que recién tomarían su llamado para enviar el médico al día siguiente. Sin nada que hacer, Liliana pasó el resto de la tarde metida en la cama. A la hora de dormir no tenía sueño así que tomó Valium.
El segundo día empezó con el ruido del timbre combinado con golpes en la puerta. Reaccionó embotada, gritando que esperaran que se vistiera, que ya atendía. Buscó en el dormitorio algún camisón que estuviera en un estado aceptable. Encontró uno que no le gustaba porque dejaba a la vista la parte más gorda de los brazos, pero era el único limpio. Camino al living se vio en el espejo: tenía el pelo sucio, transpirado y despeinado. Lejos de darle vergüenza, le pareció que aportaba veracidad a su incapacidad para ir a trabajar.
La médica de la provincia era una mujer gruesa y mayor con aspecto de burócrata. Liliana se acordó inmediatamente de una película de cárcel de mujeres que había visto en la época del destape con Tito y Cacho. La mujer no le dio tiempo a divagar.
—El certificado querida.
Liliana intentó hacer un relato de sus padeceres pera la mujer la cortó en seco.
—Ahorrá saliva querida que vos derrochás salud; pero si conseguiste algún turro que te cree tus cuentos, yo no tengo para que llevarle la contra al colega. O peor, hacerme fama de rompebolas en la oficina.
Liliana no contestó. Ya lo había intentado sin éxito el día anterior. Le dio el papel a la mujer, que lo selló, llenó un formulario en duplicado y se lo extendió.
—Tené nena. Setenta y dos horas. Así de paso aprovechás de poner en orden el departamentito.
La mujer se dio vuelta y salió dando un portazo.
Liliana se sintió rara. Había conseguido lo que necesitaba, pero no en sus términos. Empezó a sentir que la tristeza volvía y decidió que tenía que escapar. Se cambió para salir a hacer una compra cualquiera al almacén y salió del departamento. Para evitar el espejo del ascensor se dedicó durante el tiempo del descenso a mirar como pasaban las puertas de los distintos pisos a través de la puerta de reja.
En la calle el mundo seguía igual que dos días atrás. Compró verdura para hacerse una sopa tan buena como para garantizar que después de tomarla nada pudiera salir mal. Un poco más animada volvió al departamento en el momento en que el contestador empezaba a grabar:
—Liliana, soy Alberto. Tenemos que hablar.
Impecable, camarada.
ResponderEliminarUf. menos mal. Estaba esperando la corrección de los typos.
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