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La novia del guerrero (19)

La segunda visita a barrio San Vicente había sido aún menos satisfactoria que la primera. Monti la había recibido envuelta en una robe de chambre de plush rosa que a Liliana le hizo recordar  tiendas desaparecidas hacía tiempo, como "Rosemary" o "Heredia Funcional". Lugares que su madre calificaba como "mersa". Además, Monti insistió en ofrecerle mate. Educadamente le contestó que no, pero esta vez no hubo oferta de té, o alguna otra alternativa.
La conversación fue ríspida. A pesar de los modales edulcorados, Liliana notaba  la desconfianza de Monti. Podía leerla en sus gestos, en las pausas, en la forma deferente de objetar. No parecía agresiva, pero lo era de una manera sutil. La obligaba a revisar una y otra vez la secuencia de sus acciones:
—¿Estás segura?
—¿Cuándo fue que conociste a Fabio Ramirez?
—Sin embargo Ana Ramirez cree que eso no pasó, o que no pasó en el 75...
—Pero en ese momento, ¿vos estabas de novia con César Carlos?
—Repetime por favor.
—¿Vos no frecuentabas la casa del Renguito?
Liliana soportaba cada una de las estocadas tratando de parecer calmada y simpática hasta que Monti dijo lo que no quería oir:
—Sin embargo Alberto me contó una historia completamente distinta...
Alberto Mendez, Albertito, Tito. El culpable de que ella estuviera delante de Monti justificando su visión del pasado; el profesor de la Facultada de Lenguas y compañero de cátedra de Monti. El petizo poca cosa que no llamaba la atención ni molestaba; el que tenía que ser defendido de "los bárbaros" por la Susy y su piedad universal. Tito, el que le había contado la historia del Rengo a Monti y había desatado su curiosidad morbosa. Curiosidad que se había contagiado a Cacho y a Raquel. Alberto Mendez, el que no servía para nada pero se animó a robarle el Ami 8 al padre y manejar de noche hasta el puerto de Rosario.
Tito.
El que la había llevado a Buzios.

Liliana estaba a punto de estallar, y Monti se daba cuenta. Como si estuviera esperando que un globo reventara y saltaran los pedazos de caucho, Monti se puso de pie y dio unos pasos en dirección a la cocina.
—Me parece que necesitas un vaso de agua.
Liliana la dejó ir, pero por dentro tenía ganas de preguntarle a los gritos qué sabía ella de la vida de Rengo, y de sus amigos, y de ella misma. Sin embargo no podía hablar, ni siquiera abrir la boca. Sentía de vuelta el ardor en la cara y se imaginaba que los capilares de la nariz se inflamaban exponiendo la rosácea a la vista del mundo. Las mandíbulas estaban trabadas. Tenía además una puntada profunda entre el pubis y el ombligo, igual a las que había sentido cuando cursando el segundo mes de embarazo, tuvieron que internarla y casi pierde a Sibila.
Estaba incomoda como si se hubiera ensuciado. Empezó a pensar que tenía la ropa manchada por el período, pero inmediatamente se acordó que había pasado la menopausia hacía años y se sintió estúpida.
Monti no volvía de la cocina.
—Seguramente se escondió para darme la chance de escapar, —pensó. Pero no. Al minuto volvió con el  agua que había ido a buscar, servida en un vaso de vidrio ámbar, del mismo juego de vajilla en el que le había servido el té durante la visita anterior.
Monti se paró delante de ella sin hablar. Se limitó a extender el brazo con el vaso hacia Liliana. No se acercó demasiado. No tenía ya la proximidad impostada de la primera entrevista. Estaba seria.
Liliana creyó ver en Monti un poco de temor, Y eso la puso triste. Y fue peor.
Estaba acostumbrada a lo que provocaban sus reacciones. Sabía perfectamente que, para Raquel o la Susy, sus explosiones coléricas eran detalles del paisaje, una parte del juego, un movimiento previsible.
Pero a la tristeza no. A la tristeza le venía escapando desde hace años, desde que se cruzó por primera vez con Madame Berazategui; después, cuando lo de Ramirez, o cuando el Rengo le pidió que le guardara en su casa un baúl y se despidió para esconderse. Cuando apareció el cuerpo del Rengo frente a la casa giratoria o cuando Tito buscó a los padres del Rengo y se los llevó a Rosario en el Ami 8. O años después, cuando volvió de Buzios, o cuando casi perdió el embarazo de Sibila.
Sin decir nada, extendió a su vez el brazo y tomó el vaso. A medida que le daba sorbos, el calor de la cara disminuía. Pero cuando pasó el ardor se dio cuenta que por la mejilla le iban rodando unas lágrimas.
Terminó el agua y dejó el vaso sobre la mesa. Monti seguía mirándola sin atreverse a hablar. Liliana consideró que no quedaba nada para decir. Se limitó a ponerse de pié, colgarse la cartera del hombro y salir.

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