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La novia del guerrero (18)

De un año al otro habían cambiado muchas cosas. Las reuniones para fumar en la esquina se habían hecho cada vez más espaciadas hasta casi desaparecer. Liliana ya no encontraba emocionante dejar el cigarrillo colgando del labio. Tampoco le parecía una prueba de madurez, es más, le parecía el colmo de lo adolescente; y ella se consideraba por encima de esa etapa.
Fogoneada por el interés en llamar la atención del Rengo, había decidido fortalecer su formación política. Al comienzo estaba un poco despistada, pero le daba vergüenza preguntarle a César Carlos por donde empezar. Pretendía presentarse ante él como una mujer con opinión, no como una nenita.
Trató de comenzar por lo elemental, frecuentando la casa de Raquel. De la conversación que su amiga había tenido con la madre del Rengo, delante de la biblioteca, había podido saber que tenían muchos libros en común. Raquel miraba a su amiga con una curiosidad no desprovista de sorna. La veía como una mascota tratando de hacer pruebas. Una turista en el paisaje de la ideología. Después de todo, su padre sostenía que era impensable una casa sin biblioteca, y que si por él hubiera sido, jamás hubiera comprado un televisor.
A pesar de no tomar en serio las intenciones de Liliana, Raquel la recibía todas las veces que venía a visitarla porque le proporcionaba un entretenimiento cruel: jugar a la “interpretación aberrante”. De vez en cuando soltaba algún comentario sobre un autor inventado, o metía latinazgos que después traducía de forma caprichosa, por el puro gusto de ver si Liliana llegaba en algún momento a reconocer que no entendía algo.
Lo más lejos que llegó fue cuando estuvo media hora explicando porque “res, non verba” significaba “las vacas no hablan”. Al día siguiente notó que Liliana la miraba con bronca contenida. Al parecer, confiada en la autoridad intelectual de Raquel, había repetido el tópico delante de Koster, quién no se privó de humillarla. A partir de ese momento, las visitas de Liliana a Raquel se espaciaron.
De todas maneras, Liliana ya había conseguido una lista de autores como para ir educándose. Comenzó a consumir  literatura prosoviética y rancia con devoción. Una parte de ella era conciente del aburrimiento, y de que a veces pasaba párrafos enteros sin entender demasiado; pero lo hacía con entrega, pensando en el reconocimiento que obtendría del Rengo.
Desarrolló también una estrategia que Raquel llamó “de la axila culta”. No salía de su casa sin un libro para sobaquear. Este comportamiento tenía inconvenientes, por ejemplo que alguien le preguntara por el contenido, así que tuvo que imponerse leer los comentarios de la solapa y algunas páginas antes de salir. También tenía que tener cuidado de rotar las lecturas como para evitar que alguien le preguntara por el avance de la trama.
Las primeras reacciones estuvieron lejos de las expectativas. En su casa, su madre no expresaba con palabras la desaprobación, pero la miraba de una manera amarga cada vez que se ponía a elegir un libro que combinara con el equipo de ropa del día. Su padre, en cambio, la sentó para preguntarle qué objeto tenía comprar libros que después no leía; y para sustentar con evidencias la exposición, le mostró cómo después de cinco meses de paseos bajo el brazo, el ejemplar de “Reportaje al pie del patíbulo” seguía con los cuadernillos del comienzo con las páginas pegadas entre sí.
Sin argumentos para contestar Liliana optó por hacerse la ofendida. De todas maneras la objeción del padre era más de orden económico que ideológico. Distinto fue el caso de doña Ingrid, que advertida por la Susy del comportamiento de Liliana, le soltó el discurso tantas veces oído de que había un solo libro que valía la pena leer, y que además traía la promesa de la vida eterna.

En cambio, el Rengo casi ni se dió por avisado de los esfuerzos de Liliana. La única vez que llegó a hacer un comentario, fue que Borges (Liliana llevaba el “Elogio de la Sombra”) le parecía un autor burgués. La situación se puso más grave cuando una tarde Liliana escuchó al Rengo hablando con Cacho y Raquel de un círculo de lectura y debate que se estaba organizando. Estuvo a punto de interrumpir para pedir que la invitaran cuando se enteró que la reunión la convocaba Madame Berazategui. En ese momento decidió que si quería ganarse al Rengo, tenía que redoblar la apuesta al compromiso político.

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