A partir de “Sobre una muchacha ahogada” (Brecht - Weill 1919)
“Sin hundirse, la ahogada descendía
por los arroyos y los grandes ríos,
y el cielo de ópalo resplandecía
como si acariciara su cadáver.’
¡Ahí tenés, hija de puta! No te hundís vos, pero querés hundirme a mí. Siempre buscaste eso. Desde el primer momento que te vi en el baile supe que ibas a ser un problema. ¡Pero que problema sabroso resultaste! Por que bien que te gustaba la cama. Me acuerdo perfectamente lo que me dijiste: “Si así te movés en la pista, cómo te moverás en la cama”. Mirá que habré sido pelotudo. Años tardé en enterarme que habías sacado la frase de una película. Buscona, como todas las minas, eso eras.
“Las algas se enredaban en el cuerpo
y aumentaba su peso lentamente.
Le rozaban las piernas fríos peces.
Todo frenaba su último viaje.”
Ayer, estuvo la estúpida de tu vieja preguntando. ¡Cómo se atreve! Si quedé afuera de la fuerza por la cantidad de denuncias que me metió. No entendía nada. Porque a vos te gustaba. Si, te gustaba. Eras zorra. Le tendría que haber mostrado a tu vieja la marca de tus dientes en mi brazo, pero no. Yo soy macho, sabés. Yo me la banco hasta el final, hasta que nos hundamos, hasta que te hundas.
“El cielo, anocheciendo, era de humo,
y a la noche hubo estrellas vacilantes.
Pero el alba fue clara para que aún
tuviera la muchacha un nuevo día.”
Viniste a la pieza. ¿Para qué viniste? Sabías que te iba a matar. Sabías que te iba a pegar. Lo querías. Lo tenías todo en la cabeza. Por eso apenas reaccionaste. Con el primer golpe de la cabeza contra la pared ya tenías el destino sellado. Lo de los cigarrillos, te diré que fue para satisfacer tu curiosidad. Tantas veces que me preguntabas que hacía en la penitenciaría. Bueno, ahora sabés. Soy el policía malo. Y a vos te toca confesar.
“Al pudrirse en el agua el cuerpo pálido,
la fue olvidando Dios: primero el rostro,
luego las manos y, por fin, el pelo.
Ya no era sino un nuevo cadáver de los ríos.”
Apenas te vi, flotando, en el río, en la pantalla del tele, supe que iban a venir. Ahí los tenés a los hijos de puta, tocándome la puerta. Pero no me llevan. ¡Que me van a llevar! A mi no. No soy tan pelotudo como para haberles dejado todas las armas. Mirá que bien que calza el cañon de esta en mi boca. Se van a cagar bien cagados los forenses. Ahí voy.
“Sin hundirse, la ahogada descendía
por los arroyos y los grandes ríos,
y el cielo de ópalo resplandecía
como si acariciara su cadáver.’
¡Ahí tenés, hija de puta! No te hundís vos, pero querés hundirme a mí. Siempre buscaste eso. Desde el primer momento que te vi en el baile supe que ibas a ser un problema. ¡Pero que problema sabroso resultaste! Por que bien que te gustaba la cama. Me acuerdo perfectamente lo que me dijiste: “Si así te movés en la pista, cómo te moverás en la cama”. Mirá que habré sido pelotudo. Años tardé en enterarme que habías sacado la frase de una película. Buscona, como todas las minas, eso eras.
“Las algas se enredaban en el cuerpo
y aumentaba su peso lentamente.
Le rozaban las piernas fríos peces.
Todo frenaba su último viaje.”
Ayer, estuvo la estúpida de tu vieja preguntando. ¡Cómo se atreve! Si quedé afuera de la fuerza por la cantidad de denuncias que me metió. No entendía nada. Porque a vos te gustaba. Si, te gustaba. Eras zorra. Le tendría que haber mostrado a tu vieja la marca de tus dientes en mi brazo, pero no. Yo soy macho, sabés. Yo me la banco hasta el final, hasta que nos hundamos, hasta que te hundas.
“El cielo, anocheciendo, era de humo,
y a la noche hubo estrellas vacilantes.
Pero el alba fue clara para que aún
tuviera la muchacha un nuevo día.”
Viniste a la pieza. ¿Para qué viniste? Sabías que te iba a matar. Sabías que te iba a pegar. Lo querías. Lo tenías todo en la cabeza. Por eso apenas reaccionaste. Con el primer golpe de la cabeza contra la pared ya tenías el destino sellado. Lo de los cigarrillos, te diré que fue para satisfacer tu curiosidad. Tantas veces que me preguntabas que hacía en la penitenciaría. Bueno, ahora sabés. Soy el policía malo. Y a vos te toca confesar.
“Al pudrirse en el agua el cuerpo pálido,
la fue olvidando Dios: primero el rostro,
luego las manos y, por fin, el pelo.
Ya no era sino un nuevo cadáver de los ríos.”
Apenas te vi, flotando, en el río, en la pantalla del tele, supe que iban a venir. Ahí los tenés a los hijos de puta, tocándome la puerta. Pero no me llevan. ¡Que me van a llevar! A mi no. No soy tan pelotudo como para haberles dejado todas las armas. Mirá que bien que calza el cañon de esta en mi boca. Se van a cagar bien cagados los forenses. Ahí voy.
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