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La novia del guerrero (28)

Tanto las fiestas como el verano habían pasado sin pena ni gloria. El señor Petrini gastaba el tiempo de las vacaciones comparando cuantos muertos más consignaba el diario de la tarde respecto del de la mañana. Doña Nélida, hablaba con doña Cora, se refería con groserías a sus cuñados y desconfiaba de Elenita y Carmen. El control sobre su hija había vuelto a ser laxo porque Liliana misma había reducido sus salidas. La Susy la pasaba también recluida en su casa, bajo la mirada atenta de su madre, y Tito se había ido con sus padres a Santa Teresita. Moncho estaba más ocupado. Con el apoyo de su padre, que según el Rengo "era de la pesada", había empezado a militar en la Juventud Sindical Peronista. En cuanto Cacho se enteró le retiró el saludo. Raquel se había puesto de novia con un chico judío como ella, que pasaba discos en una boîte de Río Ceballos. Las pocas veces que Liliana había intentado hablarle por teléfono estaba durmiendo.
Del Rengo no se sabía nada. Después de la renuncia de Berazategui había estado taciturno. Liliana quiso preguntarle si había pasado algo entre ellos pero no se animó.
Los últimos días de febrero, cuando fue al  colegio a averiguar sobre las inscripciones se encontró con el profesor de matemáticas. Liliana se acordaba que había sido por un comentario de él que empezaron a decirle "Renguito" a César Carlos. Se acercó y con cualquier excusa le sacó conversación. Cuando consideró que estaban en confianza le preguntó:
—¿Y sabe algo de César Carlos?
El hombre se puso pálido y no dijo nada. Con señas muy discretas le hizo entender que le contestaría afuera de la escuela. Cuando estuvieron a en la vereda se limitó a decirle:
—No se hasta donde estás metida, pero tené mucho cuidado, sobre todo delante de quien hablás.
Las clases empezaron y el Rengo no estaba. Y ese no era el único cambio. Algunos profesores, igual que Berazategui, se habían ido, la Susy se había cambiado a un colegio evangélico, y en general el ambiente que se respiraba era de desconfianza.
Pasadas las dos primeras semanas de clases, al volver al mediodía a su casa, Liliana se encontró a doña Nélida, nuevamente sentada con las manos sobre las piernas. Liliana sospechó que lo que vendría no sería bueno:
—¿No habíamos quedado que no tenías que verte con nadie?
—¿Por qué me lo decís? ¿Acaso no me pasé el verano metida en casa?
—Te llamó un chico. Dijo que es un compañero tuyo, que se se llama Carlos y que te va a volver a llamar.
—Tiene que haber sido una broma. Sabés que no tengo ningún compañero que se llame Carlos.
Trató de que su madre notara que estaba ofendida y se encerró en la habitación. Tirada en la cama se puso a repasar con la mirada los objetos que la rodeaban. Cuando se detuvo en el sobre del disco de Roque Narvaja, que había colgado en la pared como si fuera un poster, se dio cuenta de quién la había llamado. Carlos. Carlos Vladimiro, ese era el nombre con el que Ramirez se había referido al Renguito. Ese era su nom de guerre.
Entonces el Renguito la había llamado. Ahora que Berazategui se había ido, el Rengo la buscaba. Pero estaba escondido. ¿Por qué? ¿De quiénes? A lo mejor, como en "Romeo y Julieta", había matado a alguien y estaba desterrado. Enseguida se dio cuenta de la ridiculez que acababa de pensar, pero en el fondo la idea la seducía. Recordaba el aspecto de Olivia Hussey como Julieta en una película que había visto años atrás. Ese sería su modelo. Después de todo, Raquel llevaba años tratando de parecerse a la Bonnie Parker de Faye Dunaway.
Habiendo establecido un ideal a seguir, revisó una y otra vez el argumento de la obra en su cabeza para evitar cometer los errores de su antecesora ilustre. Concluyó que el mayor problema de Romeo y Julieta había sido la comunicación. Así que decidió que entre ella y el Rengo no debía perderse ningún mensaje. Se quedó en su casa el resto de la tarde y le dijo a su madre que estaba dolorida por el período, así que al día siguiente no iría a la escuela.
A la noche durmió poco y mal por la ansiedad. Cuando llegó la mañana se quedó en la cama, atenta al momento en que su madre saliera a hacer las compras. En cuanto doña Nélida estuvo fuera de la casa, se puso a hacer guardia al lado del teléfono. El Rengo no llamaba. Pasaron cuarenta y cinco minutos, y por la ventana vio a su madre con la bolsa del mercado en una mano y el manojo de llaves en la otra. Si doña Nélida entraba, la oportunidad de hablar tranquila con el Rengo se perdía. Entonces vio a doña Cora saludando, desde la esquina. Doña Nélida contestó con un gesto, dejó la bolsa en el piso del jardín y se acercó a conversar. El momento era ese. Tenía que llamar ahora.
—Que llame, que llame, que llame...
Entonces, como si la voluntad pudiera materializar los deseos, el teléfono sonó. Liliana se asustó y sintió que el corazón le saltaba en el pecho.
—Hola.
—¿Liliana, sos vos?
—Si. ¿Habla "Carlos Vladimirio"?
—Si. Tenés que hacerme un favor muy importante.
—Lo que necesites.
—Quiero que me guardes una caja por unos días.

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