—No se de qué hablás.
—Si sabés, dejá de hacerte la pelotuda que te conozco desde los doce años.
—Lo que faltaba: me invitan para agredirme.
—¡Pero si llamaste vos! ¿O habrá sido tu gemela malvada?
Liliana no pudo contestar. Era cierto. Ella había llamado a Raquel para tener con quién hablar. Sin saber como seguir, se quedó parada delante de la mesa mientras pensaba mil cosas distintas: en como estaría la rosácea, en la falta que le hacía en ese momento la Susy para que jugara el papel de pelele, en las veces que había logrado salir airosa, por ejemplo, con la inspectora.
Seguía ensimismada cuando escuchó la voz de Raquel, en un tono discreto pero terminante:
—Ahí viene el mozo para atendernos. Te vas o te sentás. Si hacés el jueguito del escándalo, te juro que te arranco la cabeza.
Se sentó. Muy pocas veces había visto a su amiga con ese ánimo.
—Buenas tardes. ¿Puedo tomarles el pedido ahora?
—Si querido, —dijo Raquel—, traeme un cortado y un alfajor de maicena. ¿Vos Liliana?
—Lo mismo que la señora, por favor.
El mozo hizo una pequeña inclinación de cabeza, dio media vuelta y fue detrás de la barra para usar la máquina expreso. Liliana seguía sentada en silencio. No había levantado la vista ni siquiera para hablarle al mozo. Sin saber que mirar, se concentró en sus manos. Estaban transpiradas al punto de haber mojado la correa de cuero del reloj. Seguía sin saber qué hacer, convencida de que en el apuro había tomado la decisión errada. Tendría que haberse ido sin decir nada; y sin embargo se había sentado y ordenado. Por un costado del ojo vio como Raquel se levantaba para dejar en el revistero el suplemento de cultura, y volvía con la sección de espectáculos. Cuando se sentó, respiró fuerte de una manera que Liliana ya le había escuchado otras veces: era la toma de impulso antes de descerrajar una burla.
—¿Sabés que la vez pasada Moncho dijo algo muy cierto sobre vos? Que parecés una almeja.
—¿Por qué?
—Porque las dos se entierran con la lengua.
—¿Qué sabe ese gordo pelotudo de mi?
—Lo mismo que el resto de nosotros, querida. Y te aviso que si yo tuviera la delicada cintura de paquete de yerba que vos tenés, me cuidaría mucho de tratarlo de gordo a Moncho.
Quiso levantarse y salir corriendo pero sentía que la fuerza se había ido del cuerpo. Encima, el mozo no volvía con el café, así que lo único que podía hacer era escuchar a Raquel.
—¿Qué le contaste?
—¿A quién?
—A Monti.
—Lo mismo que vos.
—¿Segura?
—¿Por qué me lo preguntás?
—Carbone me dejó ver las pruebas de imprenta.
Carbone.
Liliana se había olvidado de él. Pero en ese momento se le hizo evidente que había estado todo el tiempo atrás del asunto del libro. Durante toda la escuela no había sido más que un compañero insignificante. No pertenecía a ningún grupo. Había tenido el trato justo y necesario con los compañeros y los profesores. No iba a fumar a la esquina ni se juntaba con “los bárbaros”. Tampoco se le habían conocido opiniones políticas, hasta el comienzo de los años ochenta, en el que se cruzaron en Franja Morada, como la mayoría de la gente de su generación que se había entusiasmado con Alfonsín. Ya durante los noventa se enteraron que se había casado con la novia de la facultad, y que mientras todos criaban hijos o viajaban a Miami, Carbone empezó a hacerse más conocido. Había fundado con su mujer una pequeña editorial. Al poco tiempo había logrado hacerse de un catálogo prestigioso y rentable. De todas maneras, las pocas veces que había asistido a alguna reunión de la escuela, sus excompañeros le habían brindado el mismo trato displicente que había recibido siempre.
El mozo llegó con el pedido y Raquel se distrajo dándole conversación. Se quejaba de una manera pretendidamente graciosa, de la prohibición de fumar en los bares, y después interrogó al muchacho sobre si estaba cómodo en el trabajo y si lo trataban bien. Liliana aprovechó para seguir acomodando en su cabeza, la secuencia de hechos que la había llevado hasta allí. Tito y Carbone se conocían de la escuela. Monti y Tito trabajaban juntos en la Facultad. Tito conocía la historia del Rengo y juntó a Carbone con Monti para que hicieran el libro. Tito convenció a Cacho para que convenciera a Raquel. Y Raquel la convenció a ella.
Sabía lo que Tito quería de ella pero no podía decírselo a Raquel. Por otra parte, ¿que buscaría Carbone en todo esto?
—Carbone quiere hacer plata a costa de la memoria del Rengo. Eso es muy sucio… —alcanzó a decir Liliana.
—Y si vos estás tan limpita, ¿por qué no contaste la historia de la caja?
—Si sabés, dejá de hacerte la pelotuda que te conozco desde los doce años.
—Lo que faltaba: me invitan para agredirme.
—¡Pero si llamaste vos! ¿O habrá sido tu gemela malvada?
Liliana no pudo contestar. Era cierto. Ella había llamado a Raquel para tener con quién hablar. Sin saber como seguir, se quedó parada delante de la mesa mientras pensaba mil cosas distintas: en como estaría la rosácea, en la falta que le hacía en ese momento la Susy para que jugara el papel de pelele, en las veces que había logrado salir airosa, por ejemplo, con la inspectora.
Seguía ensimismada cuando escuchó la voz de Raquel, en un tono discreto pero terminante:
—Ahí viene el mozo para atendernos. Te vas o te sentás. Si hacés el jueguito del escándalo, te juro que te arranco la cabeza.
Se sentó. Muy pocas veces había visto a su amiga con ese ánimo.
—Buenas tardes. ¿Puedo tomarles el pedido ahora?
—Si querido, —dijo Raquel—, traeme un cortado y un alfajor de maicena. ¿Vos Liliana?
—Lo mismo que la señora, por favor.
El mozo hizo una pequeña inclinación de cabeza, dio media vuelta y fue detrás de la barra para usar la máquina expreso. Liliana seguía sentada en silencio. No había levantado la vista ni siquiera para hablarle al mozo. Sin saber que mirar, se concentró en sus manos. Estaban transpiradas al punto de haber mojado la correa de cuero del reloj. Seguía sin saber qué hacer, convencida de que en el apuro había tomado la decisión errada. Tendría que haberse ido sin decir nada; y sin embargo se había sentado y ordenado. Por un costado del ojo vio como Raquel se levantaba para dejar en el revistero el suplemento de cultura, y volvía con la sección de espectáculos. Cuando se sentó, respiró fuerte de una manera que Liliana ya le había escuchado otras veces: era la toma de impulso antes de descerrajar una burla.
—¿Sabés que la vez pasada Moncho dijo algo muy cierto sobre vos? Que parecés una almeja.
—¿Por qué?
—Porque las dos se entierran con la lengua.
—¿Qué sabe ese gordo pelotudo de mi?
—Lo mismo que el resto de nosotros, querida. Y te aviso que si yo tuviera la delicada cintura de paquete de yerba que vos tenés, me cuidaría mucho de tratarlo de gordo a Moncho.
Quiso levantarse y salir corriendo pero sentía que la fuerza se había ido del cuerpo. Encima, el mozo no volvía con el café, así que lo único que podía hacer era escuchar a Raquel.
—¿Qué le contaste?
—¿A quién?
—A Monti.
—Lo mismo que vos.
—¿Segura?
—¿Por qué me lo preguntás?
—Carbone me dejó ver las pruebas de imprenta.
Carbone.
Liliana se había olvidado de él. Pero en ese momento se le hizo evidente que había estado todo el tiempo atrás del asunto del libro. Durante toda la escuela no había sido más que un compañero insignificante. No pertenecía a ningún grupo. Había tenido el trato justo y necesario con los compañeros y los profesores. No iba a fumar a la esquina ni se juntaba con “los bárbaros”. Tampoco se le habían conocido opiniones políticas, hasta el comienzo de los años ochenta, en el que se cruzaron en Franja Morada, como la mayoría de la gente de su generación que se había entusiasmado con Alfonsín. Ya durante los noventa se enteraron que se había casado con la novia de la facultad, y que mientras todos criaban hijos o viajaban a Miami, Carbone empezó a hacerse más conocido. Había fundado con su mujer una pequeña editorial. Al poco tiempo había logrado hacerse de un catálogo prestigioso y rentable. De todas maneras, las pocas veces que había asistido a alguna reunión de la escuela, sus excompañeros le habían brindado el mismo trato displicente que había recibido siempre.
El mozo llegó con el pedido y Raquel se distrajo dándole conversación. Se quejaba de una manera pretendidamente graciosa, de la prohibición de fumar en los bares, y después interrogó al muchacho sobre si estaba cómodo en el trabajo y si lo trataban bien. Liliana aprovechó para seguir acomodando en su cabeza, la secuencia de hechos que la había llevado hasta allí. Tito y Carbone se conocían de la escuela. Monti y Tito trabajaban juntos en la Facultad. Tito conocía la historia del Rengo y juntó a Carbone con Monti para que hicieran el libro. Tito convenció a Cacho para que convenciera a Raquel. Y Raquel la convenció a ella.
Sabía lo que Tito quería de ella pero no podía decírselo a Raquel. Por otra parte, ¿que buscaría Carbone en todo esto?
—Carbone quiere hacer plata a costa de la memoria del Rengo. Eso es muy sucio… —alcanzó a decir Liliana.
—Y si vos estás tan limpita, ¿por qué no contaste la historia de la caja?
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