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La novia del guerrero (14)

El verano siempre resultaba largo y aburrido. Como su padre era empleado de Tribunales, Liliana gozaba del privilegio de tener vacaciones mucho más largas que las de las familias de sus compañeros. Como contracara de este beneficio, su padre, el señor Petrini, gustaba de pasarlas en lugares donde Liliana perdía todo contacto con sus amigos. Mientras la mayoría iba a destinos serranos como Villa Carlos Paz o Río Ceballos, o los más afortunados llegaban a la costa atlántica, en Mar del Plata, los Petrini pasaban todo el mes de enero en Nono.
Desde la partida, pocas horas después de haber brindado por un feliz 1974, Liliana había considerado que el viaje estaba maldito. Dos días antes de partir los padres habían iniciado una discusión inusualmente violenta, que se había disparado por la insistencia del padres en viajar por las Altas Cumbres, sabiendo que su mujer prefería el camino, más llano pero más largo, de Cruz del Eje. La conversación saltaba de desacuerdo en desacuerdo, hasta que llegó el punto en que la señora Petrini, solo por le gusto de molestar, empezó a señalar el estancamiento profesional de su marido, y el hecho de que de no ser por las influencias de su suegro, jamás hubiera puesto un pie en el Palacio de Justicia.
A este prologo poco auspicioso le siguió el capítulo del viaje, que resultó igual de escabroso que el camino. Doña Nilda de Petrini se instaló en el más incómodo de los silencios desde el momento en que se sentó en el Peugeot 404. Liliana mientras tanto sentía nauseas. Las dominó más o menos bien hasta que llegaron al tramo de los puentes colgantes entre Copina y El Cóndor. Allí tuvieron que detenerse un par de veces para que pudiera vomitar. El señor Petrini, en vez de mostrarse comprensivo censuraba a Liliana, indicándole que en un camino como ese, angosto y de cornisa, detenerse a cada rato era una invitación al accidente. Doña Nilda seguí sin hablar, pero en su mirada podía leerse claramente todos los “te lo dije” que pueden caber en una pelea de pareja.
Apenas bajaron al valle, el 404 empezó a recalentar, ocasión que don Petrini aprovechó para recordarle a su mujer que, de haber sido por él, hubiera comprado un Auto Unión, ya que la ingeniería alemana era mucho más confiable que la francesa. La esposa salió un momento del mutismo para señalarle cuan notable era su desconocimiento de la economía, ya que de haber comprado el Unión, habrían perdido gran parte del valor de reventa. Liliana, que ignoraba cuales eran los autos que se fabricaban o no en el momento, solamente quería llegar a un lugar donde descansar. Para cuando llegaron a Nono, le dolía la cabeza, y siguió doliéndole dos días más.
Al tercer día recién pudo levantarse de la cama y hacer una caminata de reconocimiento por el pueblo. Aprovechó para pasar por la estafeta para enviar tarjetas postales. Sabía que, con los tiempos de  distribución del correo, era posible que ella estuviera de regreso en Córdoba antes que llegaran las postales. Pero las mandó igual, para que a sus amigos les constara que los había tenido presentes. Después caminó un poco más por un pueblo que no le parecía gran cosa. Su padre insistía en veranear ahí por los supuestos beneficios del aire serrano, y el hecho de que no mucha gente de tribunales iba por la zona. Salvo la familia del Doctor Ramírez.
Ramírez y Petrini se trataban con bastante respeto y algo de familiaridad. Les gustaba conversar sobre política mientras las mujeres ojeaban revistas. Doña Nilda el Vosotras y la señora de Ramírez la revista Claudia. También había otras diferencias. Liliana y sus padres iban al río equipados con lo mínimo, en cambio los Ramírez armaban una estructura (carpa, reposeras, mesas, sillas, calentador) que hacía que su estar en el balneario se asemejara a un campamento de los que Liliana había visto en las películas sobre la Legión Extranjera. La señora Ramírez ocupaba el centro del escenario con un estudiado descuido, que según Liliana había leído alguna vez, era considerado el colmo de la elegancia y se le decía nonchalance. Tomaba sol recostada en la reposera, en una pose que refería en partes iguales al retrato de Madame Recamier y a las bañistas de Ingrés. Ocasionalmente soltaba comentarios aparentemente eruditos. Los varones, padre e hijo, parecían en cambio ocupados en cuestiones más terrenas. Salvo por la menor cantidad de pelo del señor Ramírez, casi no había diferencias en el aspecto atlético de los dos. La señora Ramírez decía que juntos parecían Ulises y Telémaco. Completaba la familia una gordita pelirroja que se pasaba la mayor parte del tiempo adentro de la carpa jugando con una muñeca medio pelada. Liliana sospechaba que la madre la obligaba a quedarse escondida por la falta de gracia de la nena.
Cuando se encontraban, los dos padres de familia hablaban sobre cuestiones que Liliana no entendía. La señora Ramírez le resultaba antipática, la nena era demasiado chica como para intentar una conversación, y el chico se la pasaba saltando al agua de cuanta piedra elevada hubiera en la costa. Sin embargo, un día el muchacho la abordó:
—Yo te conozco de antes.
—No creo. No salgo mucho.
—El año pasado,  ¿no estuviste en una reunión de la “orga” en el Sporting?
Liliana no entendió que quería decir la palabra “orga” pero asintió porque entendió que se refería a la vez que el Renguito la había invitado.
—Vos eras la chica que estaba con Carlos Vladimiro.
Después de decirle esto. el chico salió sin esperar contestación a buscar una piedra desde donde saltar al agua. Liliana se quedó con la idea de contestar que ella no conocía ningún Carlos Vladimiro sino que había ido con César Carlos. Un tiempo después llegó a entender que hablaban de la misma persona.

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