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[casi] Historias reales. Los héroes deberían morir jóvenes.

Nunca terminaremos de entender: demasiado de lo que deseamos resulta demoledor. No estamos hechos de la materia de los titanes para cargar sobre nuestros hombros los dones que anhelamos. No saldremos indemnes.
De todos los atributos,  la juventud, el talento, la belleza,  el reconocimiento deben ser los mas solicitados. Helena los tuvo a todos. Fue joven y bella  (esto es quizás poco mérito: la belleza es obra de la casualidad, un feliz efecto del azar genético. La juventud nos es dada a todos por igual).  El ingenio de Helena fue que supo hacer de su hermosura  una exhortación a seguir mirándola. Invitaba a buscar el talento debajo de la superficie. Cuando no pasaba de los veintidós o veintitrés años, a fines de la década del 80,   ya había cubierto un buen centimetraje de prensa. Era graciosa, audaz, simpática. Podía ser encantadora, cruel o insidiosa al mismo tiempo. Jamás  perdía la calidad de "it girl", como una nueva Clara Bow. Estaba donde las cosas pasaban, y su presencia certificaba el éxito de la ocasión. Había elegido dedicarse al arte y la interpretación la  había acogido gustosa.  Se movía del teatro de repertorio a la vanguardia, del monólogo satírico a los clásicos sin perder la gracia. Le bastó participar de  cinco o seis montajes teatrales para afirmar en forma indiscutible  su posición de artista y de musa. Con muy buen criterio hizo pareja con un joven director, igualmente bien conceptuado: iconoclasta y a la vez, heredero de la tradición.
A los treinta había madurado igualmente hermosa. Tenía  un aire de madonna renacentista o de dama prerrafaelista, según como incidiera la luz, o según el dictado de su humor. En este momento fue cuando  el tiempo empezó a dar los primeros golpes. Su temperamento empezó a revelarse inestable, impaciente. No llegaba al divismo pero se había vuelto obcecada. Suponía que haber trabajado tempranamente con los mejores la había convertido en una autoridad indiscutible. Con todo, sus intereses seguían ampliándose: era una organizadora eficiente, una editora astuta y comenzaba a dirigir por su cuenta. El éxito volvió a acompañarla, pero la estima decaía. Mercurial, caprichosa, inestable, eran los epítetos que acompañaban a su nombre. Al comienzo comentarios aislados, después demasiado frecuentes. Las mismas personas que durante años la habían mantenido en lo más alto de la estima, empezaron a decir que se había convertido en parte del paisaje, que era tiempo de hacer espacio para gente nueva, que su talento no era tal, que dirigía enancada en el prestigio de su marido, y tantas otras cosas más.
Los cuarenta años la encontraron amarga, un poco ridícula. Seguía siendo bella pero mal arreglada, desfasada. Competía tristemente para seguir siendo el centro de los eventos. Su encanto estaba ya ajado, las piernas gruesas, el cuerpo amatronado a pesar de no haber tenido hijos. Este último asunto la fue distanciando de esposo y mentor. Tomaron por costumbre discutir en público y echarse en cara mutuamente ser la única razón del éxito del otro. Se fueron mutuamente infieles y se acusaron de haber arruinado sus proyectos artísticos y sus parejas. Él se fue de la casa compartida y al poco tiempo convivía con una mujer más joven.
El final definitivo de la juventud estuvo acompañado de una radicalización de su discurso. Reclamaba en la política y el arte una coherencia y un compromiso que jamás tuvo. Se volvió sentenciosa y amarga. Tomó alumnos a los que no toleraba, y los maltrataba en aras de "extraer de ellos lo mejor". Con la excusa de la docencia fue abandonando el escenario. Casi no aparecía en los diarios, lo cual tampoco era relevante porque ya nadie los leía.
Hace unos días creí verla en el trolebús. Parecía una mujer cualquiera de cincuenta y tantos, con el pelo desprolijo y mal teñido, la ropa desaliñada y mal combinada. No me acerqué a saludarla. Ella tampoco lo hizo, o quizás no me reconoció. Bajó dos paradas antes de que el coche doblara por avenida Patria, quizás iba al Centro Cultural General Paz a dictar algún curso. Mientras continuaba el camino a mi casa, pensaba en la imagen de Jasón, viejo, olvidado, durmiendo al lado de los restos del Argos, con las maderas podridas del barco que lo hizo celebre, pendulando arriba de su cabeza, para finalmente caer y matarlo. 

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