No me gusta salir del barrio. Menos de noche. Si accedí a
subirme al auto de Gómez y viajar hasta Alta Gracia fue por la necesidad de
terminar con todo este asunto. Además, toda la zona de Paravachasca me trae
recuerdos de Sara Sandler, de tardes en el río en La Paisanita , de fotos al
lado del Hongo (ese mirador extraño en el medio del río) de momentos mejores
que estos que les relato.
El trayecto fue más rápido de lo que esperaba. El tramo por
la autopista no nos llevó más de veinticinco minutos, en los que Gómez apenas
me dirigió la palabra. Recién después de cruzar el norte de Alta Gracia y
buscar un camino de tierra empezó a darme indicaciones:
—Tratá de no hacer cagadas.
—Chuy.
—No contestés como un pendejo
—Re-chuy
—Baigorria, sos un pelotudo bárbaro y si me contestás “chuy”
de nuevo te meto un balazo y te tiro en una cuneta.
Después de decir esto, giró apenas la cabeza y me sonrió. La
verdad es que verlo sonreír era más inquietante que escucharlo amenazar de
muerte. El resto del camino lo volvimos a hacer en silencio.
Al llegar a la entrada del barrio, Gómez se bajó. Al cerrar
la puerta del auto me hizo señas para que me quedara quieto. Vi como se dirigió
a la garita de la custodia y conversó unos cinco minutos con el guardia. En
algún momento me pareció ver que Gómez le pasó al muchacho unos billetes.
Luego, la barrera se levantó, Gómez volvió al auto y entramos.
—¿No le dijiste que somos policías?
—No es un asunto oficial.
—¿Y la plata que le tiraste es para…?
—Para que rebobine y borre la grabación de la cámara de
seguridad.
—¿Pero no me habías dicho que antes de venir habías hablado…
Gómez me interrumpió:
—No jodas, pero en serio no jodas. Hay gente que sabe que
estamos acá. Es cierto. Pero si nos pasa algo o nos detienen van a negarlo. El
asunto es mucho más pantanoso de lo que pensás. Así que insisto: tratá…
—Ya se, de no hacer cagadas.
Dejé pasar un momento mientras Gómez buscaba la dirección
que el guardia le había indicado y agregué:
—Bien que te estás divirtiendo como antes.
Gómez volvió a sonreír. Decidí que en lo posible trataría de
evitar que eso se repitiera.
Después de diez minutos dando vueltas por calles de un
trazado imposible, llegamos delante de una casa muy grande. El frente era de
piedra hasta la altura de las ventanas, y luego las paredes estaban pintadas de
blanco. A la persona que vivía ahí le debían gustar mucho las estampas
coloniales o los museos. Paramos el auto y nos bajamos. En la planta alta se
veía la luz encendida. Gómez no me dio tiempo a opinar. Antes de que le
preguntara cuál era el plan, él ya había forzado la cerradura y entrado. No
tuve más opción que seguirlo.
Adentro, la casa reforzaba la sensación de ser un lugar más
para visitar que para vivir. Sin ningún orden lógico se podían ver pinturas de
ángeles peruanos, vasijas indias, escudos de armas, y santos de madera
vestidos, guardados en fanales. La acumulación de objetos, sumada a la penumbra
le daba al ambiente un aspecto entre sucio y lúgubre. De todos modos, la
contemplación fue interrumpida por una voz.
—Bueno, pero si son los mismísimos “Negrazón y Chaveta”
—Dos muchachos de la Sexta —contestó automáticamente Gómez.
En lo alto de la escalera que llevaba a la planta alta
estaba parado un hombrecito menudo con aspecto de haberse quedado congelado en
el tiempo. Llevaba un traje de tres piezas con el chaleco completamente
abotonado, color marrón oscuro. El pelo corto y gris. La piel muy blanca.
—Parece un monaguillo viejo—alcancé a decirle a Gómez
—Callate pelotudo, que es un ministro—, contestó.
El ministro prendió la luz desde un interruptor de la planta
alta y comenzó a bajar la escalera. Lo hacía de una manera extraña, como si
fuera conciente del hecho de que era mirado. Todos sus movimientos, sumados a
la decoración, me provocaban la
sensación de estar asistiendo a alguna liturgia. Alcancé a notar que Gómez se
llevaba la mano a la hebilla del cinturón.
—Supongo que el comisario Gómez quiere destruir su carrera
del mismo modo que el señor Baigorria. Mire que me tomé la molestia de hacerle
advertir que no se meta.
—Cumplo con mi deber con la comunidad.
Gómez sonó igual de teatral y artificial que el ministro.
Los dos debieron notar que la situación me daba gracia, pero fue el ministro el
que me habló
—¿Qué es lo que lo divierte al señor?
El tono didáctico empezó a disgustarme, pero no le contesté.
Me preocupaba que Gómez había sacado una de las manos de la hebilla del cinto y
empezaba a pasársela por el pelo. Sabía lo que venía después de ese gesto así
que traté de ganar tiempo.
—¿Qué hay detrás del robo del papamóvil?
Gómez bajo las manos y me miró. El ministro, comenzó a
caminar por el salón marcando mucho los pasos. Se acercó a una mesita baja
donde había un juego de botella y vasos en cristal tallado. Sara solía comentar
que tenía un tío que había gastado un dineral en una de esas cosas, pero la
rellenaba con whisky ordinario, porque según él, la gente no sabía lo que
tomaba sino que asumía que era bueno por la calidad del cristal.
—A usted que le importa, —dijo mientras se servía un vaso de
algo amarillento—, de todas maneras no lo entendería.
Gómez empezó a arrastrar un pie por el piso como si fuera a
tomar carrera. Si yo no lograba distraerlo, las cosas se iban a poner feas.
Intenté otra vez hablar con el ministro pero no pude. Después de beber, el
hombre dejó el vaso en la mesita y empezó una perorata incoherente sobre la
misión trascendente que tenía en la vida, sobre sus orígenes y su importancia;
sobre la antigüedad y el origen de su familia y una cantidad de cosas que no
llegábamos a entender. Con el agravante de que a medida que se entusiasmaba,
hablaba cada vez más rápido, y su voz se hacía más estridente y aguda. Estaba
por taparme los oídos para que no me molestara más cuando Gómez decidió
terminar con las palabras. Cruzo los pocos metros que lo separaban del
ministro, agarró el vaso de cristal, y empezó a pegarle con la base tallada en
la cabeza.
—A ver si te dejás de joder, viejito pelotudo, y nos decís
lo que queremos saber.—gritaba mientras los sacudía a golpes.
Lo dejé hacer. Un poco porque me parecía que el hombrecito
se lo merecía y otro poco porque alguna vez ya había intentado pararlo a Gómez
cuando estaba caliente y salí magullado. Cuando me pareció que ya no había
ningún peligro para mí, lo interrumpí:
—Ya está Gómez. El señor va a hablar.
Gómez se detuvo. Me miró. Se volvió hasta donde estaba el
ministro. La cara le sangraba bastante. El traje estaba lejos de lo impecable.
—Señor, —le dije—, ¿se busca un asiento o se lo busca Gómez?
El hombre se paró con la mano en alto y como pudo, buscó un sillón.
Mientras se sentaba volvió a hablarnos:
—Total para lo que van a entender, par de negros de mierda.
—Si, y además mi señora es trola y la de él es judía,—contestó
Gómez demostrando un sentido del humor que me incomodó. Decidí que me tocaba el
papel de policía bueno y pregunté:
—¿Qué tienen que ver los coreanos en esto?
El ministro se acomodó, cruzó las piernas y empezó a hablar
tranquilo con el tono en el que conversan los viejos abogados patricios en lo
bares de tribunales:
—Los compañeros legionarios los contactaron para llevar
adelante la parte científica del proyecto. Nos habían asegurado que estaban muy
adelantados en las técnicas de clonación humana.
Gómez y yo nos miramos incrédulos. El ministro aprovechó
para levantar el vaso de cristal del piso. Lo miró, se acercó a la mesita, lo
llenó y volvió a sentarse. Ya más
compuesto, siguió hablando.
—En los últimos tiempos a los legionarios nos están tratando
bastante mal, sobre todo con los dos últimos Papas, así que desde una de
nuestras universidades en México empezó a armarse un plan que nos pareció
complicado pero posible. La parte técnica se resolvería de una manera u otra.
El problema era conseguir el adn.
Gómez miraba incrédulo. Cuando el ministro hizo una pausa
para llevarse el vaso a la boca, lo interrogó:
—¿El adn de quién?
El ministro hizo un gesto ridículo: puso los ojos en blanco
como una adolescente. Después sorbió un poco whisky y contesto.
—¿De quién va a ser, morocho primitivo? Estamos tratando de
clonar a Wojtyla para restaurar el orden de la Iglesia.
En ese momento me empezaron a picar las manos ¿Era posible
que toda mi vida estuviera a punto de desintegrarse por culpa de unos idiotas
fanáticos que querían clonar a un Papa a partir de algún moco que el viejo a lo
mejor había pegado en el asiento del Papamóvil? Sentí yo también las ganas de
partirle la cabeza.
—¡Perdí mi Dauphine porque usted quería resucitar a un Papa!
—Calma Beto, —interrumpió Gómez—, ya sabemos lo que
necesitamos.
El ministro se puso de pié, desafiante.
—¿Qué piensa hacer? ¿No saben que me alcanza mover un dedo
para que los hagan mierda?
Gómez se rió. Se abrió la campera y mostró un grabador
digital pegado a la ropa.
—¿Vos me vas a hundir a mí? Esperá que esto llegue a los
diarios a ver como te va…
Gómez encaró para la puerta. Lo seguí. El ministro estaba
congelado al lado de la mesita, sin encontrar como reaccionar. Cuando yo estaba
a la altura del porche, Gómez me gritó desde el auto:
—Manoteá alguna antigüedad. Capaz que la vendemos y
recuperamos algo de lo que nos costó la aventura.
Me volví a asomar adentro de la casa y levante de un mueble
una imagen del divino niño. Cerré la puerta y corrí hasta el auto.
Mientras arrancaba Gomez evaluó la pieza.
—Está bien. Hay un anticuario que me debe unos favores que
nos va a dar una buena guita por esto. Recién cuando volvimos a salir a la
autopista volvió a hablar:
—Che Beto, ¿vos no tenés una fijación con la recuperación
del Dauphine? Digo, como si estuvieras proyectando la necesidad de recuperar a
Sara?
—¿Y desde cuando sabés psicología vos?
—Desde que, hace años, me mandaron a cursar para hacer
inteligencia en la facultad.
—Mirá vos. Uno nunca termina de conocer a la gente.
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