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Baigorria (20)

No me gusta salir del barrio. Menos de noche. Si accedí a subirme al auto de Gómez y viajar hasta Alta Gracia fue por la necesidad de terminar con todo este asunto. Además, toda la zona de Paravachasca me trae recuerdos de Sara Sandler, de tardes en el río en La Paisanita, de fotos al lado del Hongo (ese mirador extraño en el medio del río) de momentos mejores que estos que les relato.
El trayecto fue más rápido de lo que esperaba. El tramo por la autopista no nos llevó más de veinticinco minutos, en los que Gómez apenas me dirigió la palabra. Recién después de cruzar el norte de Alta Gracia y buscar un camino de tierra empezó a darme indicaciones:
—Tratá de no hacer cagadas.
—Chuy.
—No contestés como un pendejo
—Re-chuy
—Baigorria, sos un pelotudo bárbaro y si me contestás “chuy” de nuevo te meto un balazo y te tiro en una cuneta.

Después de decir esto, giró apenas la cabeza y me sonrió. La verdad es que verlo sonreír era más inquietante que escucharlo amenazar de muerte. El resto del camino lo volvimos a hacer en silencio.
Al llegar a la entrada del barrio, Gómez se bajó. Al cerrar la puerta del auto me hizo señas para que me quedara quieto. Vi como se dirigió a la garita de la custodia y conversó unos cinco minutos con el guardia. En algún momento me pareció ver que Gómez le pasó al muchacho unos billetes. Luego, la barrera se levantó, Gómez volvió al auto y entramos.
—¿No le dijiste que somos policías?
—No es un asunto oficial.
—¿Y la plata que le tiraste es para…?
—Para que rebobine y borre la grabación de la cámara de seguridad.
—¿Pero no me habías dicho que antes de venir habías hablado…
Gómez me interrumpió:
—No jodas, pero en serio no jodas. Hay gente que sabe que estamos acá. Es cierto. Pero si nos pasa algo o nos detienen van a negarlo. El asunto es mucho más pantanoso de lo que pensás. Así que insisto: tratá…
—Ya se, de no hacer cagadas.
Dejé pasar un momento mientras Gómez buscaba la dirección que el guardia le había indicado y agregué:
—Bien que te estás divirtiendo como antes.
Gómez volvió a sonreír. Decidí que en lo posible trataría de evitar que eso se repitiera.
Después de diez minutos dando vueltas por calles de un trazado imposible, llegamos delante de una casa muy grande. El frente era de piedra hasta la altura de las ventanas, y luego las paredes estaban pintadas de blanco. A la persona que vivía ahí le debían gustar mucho las estampas coloniales o los museos. Paramos el auto y nos bajamos. En la planta alta se veía la luz encendida. Gómez no me dio tiempo a opinar. Antes de que le preguntara cuál era el plan, él ya había forzado la cerradura y entrado. No tuve más opción que seguirlo.
Adentro, la casa reforzaba la sensación de ser un lugar más para visitar que para vivir. Sin ningún orden lógico se podían ver pinturas de ángeles peruanos, vasijas indias, escudos de armas, y santos de madera vestidos, guardados en fanales. La acumulación de objetos, sumada a la penumbra le daba al ambiente un aspecto entre sucio y lúgubre. De todos modos, la contemplación fue interrumpida por una voz.
—Bueno, pero si son los mismísimos “Negrazón y Chaveta”
—Dos muchachos de la Sexta—contestó automáticamente Gómez.
En lo alto de la escalera que llevaba a la planta alta estaba parado un hombrecito menudo con aspecto de haberse quedado congelado en el tiempo. Llevaba un traje de tres piezas con el chaleco completamente abotonado, color marrón oscuro. El pelo corto y gris. La piel muy blanca.
—Parece un monaguillo viejo—alcancé a decirle a Gómez
—Callate pelotudo, que es un ministro—, contestó.
El ministro prendió la luz desde un interruptor de la planta alta y comenzó a bajar la escalera. Lo hacía de una manera extraña, como si fuera conciente del hecho de que era mirado. Todos sus movimientos, sumados a la decoración, me  provocaban la sensación de estar asistiendo a alguna liturgia. Alcancé a notar que Gómez se llevaba la mano a la hebilla del cinturón.
—Supongo que el comisario Gómez quiere destruir su carrera del mismo modo que el señor Baigorria. Mire que me tomé la molestia de hacerle advertir que no se meta.
—Cumplo con mi deber con la comunidad.
Gómez sonó igual de teatral y artificial que el ministro. Los dos debieron notar que la situación me daba gracia, pero fue el ministro el que me habló
—¿Qué es lo que lo divierte al señor?
El tono didáctico empezó a disgustarme, pero no le contesté. Me preocupaba que Gómez había sacado una de las manos de la hebilla del cinto y empezaba a pasársela por el pelo. Sabía lo que venía después de ese gesto así que traté de ganar tiempo.
—¿Qué hay detrás del robo del papamóvil?
Gómez bajo las manos y me miró. El ministro, comenzó a caminar por el salón marcando mucho los pasos. Se acercó a una mesita baja donde había un juego de botella y vasos en cristal tallado. Sara solía comentar que tenía un tío que había gastado un dineral en una de esas cosas, pero la rellenaba con whisky ordinario, porque según él, la gente no sabía lo que tomaba sino que asumía que era bueno por la calidad del cristal.
—A usted que le importa, —dijo mientras se servía un vaso de algo amarillento—, de todas maneras no lo entendería.
Gómez empezó a arrastrar un pie por el piso como si fuera a tomar carrera. Si yo no lograba distraerlo, las cosas se iban a poner feas. Intenté otra vez hablar con el ministro pero no pude. Después de beber, el hombre dejó el vaso en la mesita y empezó una perorata incoherente sobre la misión trascendente que tenía en la vida, sobre sus orígenes y su importancia; sobre la antigüedad y el origen de su familia y una cantidad de cosas que no llegábamos a entender. Con el agravante de que a medida que se entusiasmaba, hablaba cada vez más rápido, y su voz se hacía más estridente y aguda. Estaba por taparme los oídos para que no me molestara más cuando Gómez decidió terminar con las palabras. Cruzo los pocos metros que lo separaban del ministro, agarró el vaso de cristal, y empezó a pegarle con la base tallada en la cabeza.
—A ver si te dejás de joder, viejito pelotudo, y nos decís lo que queremos saber.—gritaba mientras los sacudía a golpes.
Lo dejé hacer. Un poco porque me parecía que el hombrecito se lo merecía y otro poco porque alguna vez ya había intentado pararlo a Gómez cuando estaba caliente y salí magullado. Cuando me pareció que ya no había ningún peligro para mí, lo interrumpí:
—Ya está Gómez. El señor va a hablar.
Gómez se detuvo. Me miró. Se volvió hasta donde estaba el ministro. La cara le sangraba bastante. El traje estaba lejos de lo impecable.
—Señor, —le dije—, ¿se busca un asiento o se lo busca Gómez?
El hombre se paró con la mano en alto y como pudo, buscó un sillón. Mientras se sentaba volvió a hablarnos:
—Total para lo que van a entender, par de negros de mierda.
—Si, y además mi señora es trola y la de él es judía,—contestó Gómez demostrando un sentido del humor que me incomodó. Decidí que me tocaba el papel de policía bueno y pregunté:
—¿Qué tienen que ver los coreanos en esto?
El ministro se acomodó, cruzó las piernas y empezó a hablar tranquilo con el tono en el que conversan los viejos abogados patricios en lo bares de tribunales:
—Los compañeros legionarios los contactaron para llevar adelante la parte científica del proyecto. Nos habían asegurado que estaban muy adelantados en las técnicas de clonación humana.
Gómez y yo nos miramos incrédulos. El ministro aprovechó para levantar el vaso de cristal del piso. Lo miró, se acercó a la mesita, lo llenó y volvió a sentarse.  Ya más compuesto, siguió hablando.
—En los últimos tiempos a los legionarios nos están tratando bastante mal, sobre todo con los dos últimos Papas, así que desde una de nuestras universidades en México empezó a armarse un plan que nos pareció complicado pero posible. La parte técnica se resolvería de una manera u otra. El problema era conseguir el adn.
Gómez miraba incrédulo. Cuando el ministro hizo una pausa para llevarse el vaso a la boca, lo interrogó:
—¿El adn de quién?
El ministro hizo un gesto ridículo: puso los ojos en blanco como una adolescente. Después sorbió un poco whisky y contesto.
—¿De quién va a ser, morocho primitivo? Estamos tratando de clonar a Wojtyla para restaurar el orden de la Iglesia.
En ese momento me empezaron a picar las manos ¿Era posible que toda mi vida estuviera a punto de desintegrarse por culpa de unos idiotas fanáticos que querían clonar a un Papa a partir de algún moco que el viejo a lo mejor había pegado en el asiento del Papamóvil? Sentí yo también las ganas de partirle la cabeza.
—¡Perdí mi Dauphine porque usted quería resucitar a un Papa!
—Calma Beto, —interrumpió Gómez—, ya sabemos lo que necesitamos.
El ministro se puso de pié, desafiante.
—¿Qué piensa hacer? ¿No saben que me alcanza mover un dedo para que los hagan mierda?
Gómez se rió. Se abrió la campera y mostró un grabador digital pegado a la ropa.
—¿Vos me vas a hundir a mí? Esperá que esto llegue a los diarios a ver como te va…
Gómez encaró para la puerta. Lo seguí. El ministro estaba congelado al lado de la mesita, sin encontrar como reaccionar. Cuando yo estaba a la altura del porche, Gómez me gritó desde el auto:
—Manoteá alguna antigüedad. Capaz que la vendemos y recuperamos algo de lo que nos costó la aventura.
Me volví a asomar adentro de la casa y levante de un mueble una imagen del divino niño. Cerré la puerta y corrí hasta el auto.
Mientras arrancaba Gomez evaluó la pieza.
—Está bien. Hay un anticuario que me debe unos favores que nos va a dar una buena guita por esto. Recién cuando volvimos a salir a la autopista volvió a hablar:
—Che Beto, ¿vos no tenés una fijación con la recuperación del Dauphine? Digo, como si estuvieras proyectando la necesidad de recuperar a Sara?
—¿Y desde cuando sabés psicología vos?
—Desde que, hace años, me mandaron a cursar para hacer inteligencia en la facultad.
—Mirá vos. Uno nunca termina de conocer a la gente.


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