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Llorando en el espejo



La línea blanca se terminó
no hay señales en tus ojos y estoy
llorando en el espejo
y no puedo ver
Serú Girán. Llorando en el espejo.

1
Una vez más Chelo se despertó mucho  antes de que sonara el despertador. La noche anterior había decidido que, en cuanto se fuera la visita, se empastillaba. Encontró la caja de Trapax en el fondo del botiquín del baño. Habían vencido hacía tres meses.
-Suerte puta. Cuando estaban buenos no los necesitaba, y en cuanto se vencen me vuelve la angustia.
Harto de dar vueltas en la cama y sobre todo, después de sendas patadas que Dina le metió en las pantorrillas para que dejara de molestar, decidió que era mejor levantarse. Le daba una poderosa envidia la capacidad para dormir de su mujer. Además sentía que era injusto que ella se quejara del movimiento o los ronquidos cuando, a su vez,  emitía toda clase de sonidos nocturnos: pedos, zumbidos nasales, golpeteo de dientes…
Encaró para la cocina. Dina había dejado la mesa de la cena sin levantar y no había cerrado la azucarera. Vio un camino de hormigas recorriendo una especie de ciudad construida con platitos de postre y tazas de café, y pensó en turistas japoneses entrando y saliendo de la Capilla Sixtina.  Doce años atrás, cuando ni se imaginaban que la prosperidad argentina estaba sostenida por alfileres, habían estado de luna de miel en Europa.
Se comportaron como los argentinos de los años locos y la manteca al techo. A Dina le encantaba verse en esa imagen un poco decadente, mitad Gran Gatsby, mitad Victoria y Silvina Ocampo. Durante el paso por España (Chelo se cuidaba de decir “hicimos España” porque Dina detestaba esa forma de hablar) asistió al prodigio de ver cómo la boca de su mujer se movía pero era Hemingway el que ponía las palabras. En Francia pasó lo mismo con Cortázar y en Italia con Henry James y Thomas Mann.
-Si por lo menos hubiéramos ido a Mesopotamia, podría haberle hablado de la revista Fantasía, El Tony o Nippur, -pensó Chelo mientras miraba interesado las hormigas.
No se le ocurrió poner de vuelta la tapa de la azucarera o hacer algo para espantar a los bichos. Vio que el reloj marcaba las cinco y veinte llegó a la conclusión de que ya no había nada que hacer para volver a dormir, así que mejor se quedaba levantado. Evaluó las alternativas. Si prendía la computadora a los cinco minutos estaría mirando porno. Esta era una experiencia condenada a la insatisfacción debido a la baja calidad de los contenidos gratuitos y porque, con el escaso ancho de banda que pagaba, cualquier video tardaba más tiempo en cargarse que lo que duraba la reproducción. Se acordó de una salida con amigos en la que César, pizza y cerveza de por medio, le contó el terror que tenía de que su mujer se enterara de que había usado la tarjeta de crédito para pagar la suscripción a los contenidos Premium del sitio web de Alison Angel. Si el asunto saltaba, le cortaban los víveres para siempre. Era buen tipo, César, pero en materia de gustos no coincidían para nada. Chelo prefería los videos con orientales. Sobre ese asunto habían pasado una tarde divagando en el bar del Paseo del Buen Pastor. Buscaban las posibles conexiones o similitudes entre las películas de Rocco Siffredi y las condicionadas japonesas. A César le daba un poco de impresión cómo gritaban las japonesitas, por eso tampoco le gustaban las películas de terror asiáticas.
Chelo siguió camino hacia el living. Al pasar al lado del espejo grande del pasillo se vio la panza de perfil. Se detuvo. Giró. Se miró de frente. Un metro ochenta y dos centímetros de estatura. Empezó a pensar: en la década del ochenta pesaba ochenta kilos, en la del noventa, noventa kilos. Después del año dos mil dejó de pesarse. Trató de verse de atrás pero no era tan flexible, ni tenía otro espejo con el que duplicar el reflejo y mirarse la espalda. Abrió la puerta del armario de los cachivaches y sacó la colchoneta de Dina. –Un poco más de ejercicio no me vendría mal.

2
Lo que le molestaba era el excesivo silencio, así que prendió el televisor. Primero pasó los canales del 2 al 126 y después al revés. Contó: cinco propagandas de artefactos para cocinar, tres de limpieza, cuatro máquinas de hacer ejercicio. La visión del mundo de los “llame ya” era muy extraña. Entendía la conexión entre cocina, comer, engordar y adelgazar; pero no encontraba cómo podía integrar en el mismo cosmos los productos de limpieza. Cuando pasaba por el bloque de los canales de documentales se detuvo en un programa de Discovery Channel sobre salud sexual. No era el típico pseudo porno disfrazado de contenido sesudo, al estilo de los que pasaba el canal Infinito hace unos años. Se parecía a esa cosa aséptica que tenía la Doctora Elena Ochoa, que de tan técnica que era no daba ni para imaginársela desnuda. Los conductores eran un porteño y una colombiana tratando de hablar en ese registro híbrido que llaman castellano neutro. Había también un panel de supuestos espontáneos que recitaban las preguntas con el cuidado necesario para no salirse del libreto. Chelo pensó que, si no fuera porque las nenas tienen el sueño liviano y que el escritorio de la computadora está cerca del dormitorio, hubiera sido mejor conectarse a internet, aunque más no fuera para ver videos de perritos peleando.
Acomodó la colchoneta en el piso y se dispuso a hacer abdominales cortos. Intentaría con cuatro series de quince repeticiones. Iba por la segunda cuando la conductora colombiana comentó el próximo tema a tratar: cirugías plásticas íntimas. Chelo paró. Sentía que le latían los tímpanos por el ejercicio. Además, algo adentro de su cabeza se enganchó con el programa. Después de una breve presentación que pretendía ser afable o jocosa, el argentino empezó a entrevistar a un cirujano que hablaba con un fuerte acento chileno. A Chelo esta forma de hablar lo distraía muchísimo. Le resultaba insoportable el hecho de que todos los habitantes de un país hablaran muy rápido y muy agudo cuando se ponían nerviosos, o que en vez de “mujeres”  dijeran “mujieres”. Haciendo el esfuerzo para sobrellevar la incomodidad se concentró en lo que decían. Comentaban las alternativas para alargar el pene. Este hombre proponía, como una técnica revolucionaria, una intervención que consistía en lipoaspirar el pubis para que el cuerpo o tronco del miembro se vea más largo. Hizo algunos paralelismos poco felices sobre desmalezar para que se luzca el árbol, y después empezó a comentar la posibilidad de usar la misma grasa extraída para engrosar el glande.  Automáticamente Chelo empezó a hundirse el dedo índice en la gordura del pubis. Nunca había pensado que cuando engordaba, la grasa también llegaba ahí.
Con  bastante esfuerzo completó tres de las cuatro series de abdominales que había planificado y se fue a la ducha. Cuando estuvo bajo el chorro de agua trató de no mirar para abajo. Sabía que visto desde arriba el “amigo” se veía más pequeño. Hasta ahora ninguna de las mujeres con las que había estado le había hecho ningún comentario. De todas formas, en los últimos tiempos tampoco había tenido otra actividad sexual que no fuera mirar porno a la velocidad que  la computadora le permitía. Los últimos encuentros con Dina oscilaban entre el aburrimiento y la obligación.

3
Antes de ir a la imprenta tenía que dejar a las nenas en la escuela de verano. Le molestaba muchísimo la cara de pelotudos cordiales que ponían los profesores, el ruido constante y el griterío. Si no fuera que nadie se podía quedar a cuidar a sus hijas en casa, a Chelo ni se le hubiera ocurrido dejarlas en el “campo de felicidad forzada”. Encima casi todas las mañanas se cruzaba con Pablito. No entendía porque, a un tipo que tenía los mismos cuarenta y tres años que él, todo el mundo insistía en tratarlo de “Pablito”. Pablo, Señor Contador Gómez, cualquier otra cosa hubiera sido más adecuada. A eso se le agregaba la tendencia de Pablo Gómez a tratar de llevar cualquier charla sin interés a un plano importante o trascendente. Pobre Pablito. Él ni se daba cuenta de lo insoportable que era. Cuando se lo encontró en la fiesta de los veinte años  de egresados de la secundaria, no tardó ni cinco minutos en remarcarle que casi no lo reconoce por lo gordo que se había puesto (-Chelito, con lo flaco que eras… ¿Que te pasó?), en contarle con pelos y señales lo talentosos, lindos, simpáticos y amables que eran sus dos hijos, y cómo había sobrellevado el espantoso divorcio en el que su exmujer se lo sacó de encima y se quedó con el departamento, los muebles y el auto.
Pablito parecía sentirse obligado a fingir una proximidad que en los cinco años de convivencia del secundario no tuvieron. Encima amenazaba con que un día cualquiera pasaba por la imprenta a tomarse unos mates. ¡Como si ese fuera un lugar para departir amablemente!
Desde hacía tres meses que en la imprenta no se podía estar porque el viejo se estaba convirtiendo en un déspota miserable. Hubo que sacarlo de las máquinas porque los síntomas del Parkinson ya eran indisimulables.  En cualquier momento podía hacer cagar un trabajo o matarse. No había sido fácil. Cada vez que en el último año, había intentado convencerlo de que se dedicara a la parte administrativa por la mañana, y a la tarde se volviera a la casa, su padre montaba la misma escena:
-Mirá pendejo, de mi negocio me vas a sacar muerto. Vos me querés cagar en vida. Bien que todos los lujitos que te das salen de lo que transpiró este culo.
Dina le decía que no se amargara, que a todos los viejos les da la paranoia por el lado de la plata o que les da terror sentirse inútiles. Claro que lo decía con un dejo de suficiencia como dando a entender que, por supuesto, eso no pasaba con sus padres porque eran universitarios. Ella no tenía que estar en la imprenta todos los días cuando el viejo hacía quilombos con la plata, cuando se creía un galán y le tocaba el culo a alguna clienta o la piba del café. Hasta ahora, todos habían tenido la gentileza de no partirle la cara. Después de la primera isquemia, los conocidos y amigos decidieron sentarse a mirar la decadencia con un poco de conmiseración. Chelo odiaba esa mirada. No le quedaba claro si el objeto de la lástima era el viejo o él.
Treinta y cinco años atrás el viejo era un monumento. Pasaban los veranos enteros en una casa en Mar del Plata. La tuvieron que vender durante las crisis del 89. Igual ya nadie la usaba.
Cuando Chelo tenía la edad que ahora tienen las nenas,  el viejo era Papá. No había momento que se comparara a cuando juntaba a toda la banda de nenes del balneario y pagaba una vuelta del barquillero para todos. Después organizaba carreras con los chicos y terminaba el espectáculo sosteniendo el cuerpo, tenso y fibroso, suspendido paralelo al suelo, agarrado al mástil de la bandera. Chelo pensó en su propio cuerpo fofo en la ducha a la mañana. La única vez que había visto a su padre desnudo fue porque tuvieron que compartir la cabina de ducha del balneario. El viejo debió haber tenido la edad que él tiene ahora. Chelo nunca había visto un adulto así. El viejo se dio cuenta del asombro y de la incomodidad de su hijo y le explicó que cuando creciera también iba a ser grande y poderoso. Mientras manejaba hacia la imprenta se preguntó cómo habría visto su papá su propio pene mirado desde arriba.  

4
-¿Se acuerda que el turno de examen anterior me levanté y me fui?
-Sí.
-Bueno, disculpe pero voy a hacerlo de vuelta.-
La tercera vez, Chelo ni siquiera dijo presente cuando tomaron lista. Volvió a la casa y dejó la carrera.
Hace unos años había empezado a pensar si las decisiones que había tomado eran las correctas. Cuando se puso a imprimir las fotos del cumpleaños de cuarenta notó que la sonrisa con la que aparecía tenía algo de mueca o de contractura. Se acordó de una película sobre una novela de algún francés donde un bufón tenía una sonrisa marcada por dos cortes en la boca. Seguramente Dina sabía como se llamaban el libro y el autor. También se tomaría el trabajo de recordarle que ella había leído mucho más. Que sí había terminado una carrera universitaria.
Últimamente las diferencias entre el mundo de Dina y el suyo se estaban haciendo más profundas. Ella estaba casi todo el tiempo hablando con sus colegas de Ciencias de la Educación o con la gente de Ministerio. Ahora estaba reunida con una delegada de Educación de la Nación discutiendo la propuesta de contenidos comunes de Córdoba para el Consejo Federal. La licenciada Abadi era una tipa simpática para ser porteña, y se había hecho compinche de Dina.  Anoche había venido a comer a casa. La cena no había sido demasiado trabajosa de sobrellevar. Fue breve porque todos estaban cansados. Abadi, además, había estado muy agradable. Le encantaba jugar con las nenas, y cada vez que venía les traía libritos y chucherías varias. Chelo no se explicaba entonces por qué se sintió fuera de lugar durante toda la comida. Desde el fondo de la memoria se empeñaba en aparecer la escena de la segunda vez que se levantó del examen de Semiótica I sin poder articular palabra.
La profesora lo intimidaba bastante. Primero el nombre: Zdenka Adzich. Era impronunciable. El aspecto físico también infundía respeto. Era muy alta, maciza pero no gorda y tenía unas tetas impresionantes. A Chelo le impresionaban, sobre todo porque la profesora tenía la costumbre de ponerse unos saquitos cortos que se abotonaba solamente en el primer ojal, con lo que el torso quedaba como una carpa de circo (suponiendo que una carpa de circo tuviera tetas adentro). A César en cambio, esta característica no solo no le molestaba sino que había contribuido a que le pusiera un empeño antes desconocido al estudio. Evaluando históricamente las preferencias de su amigo, no era extraño que ahora se hubiera suscripto a la página web de Alison Angel. La mujer de César sería mas respetuosa del porno si supiera que el gusto de su marido por las tetas había contribuido más que la inteligencia para que llegara a vicedirector de la carrera de Comunicación Social.
Definitivamente lo que más alteraba a Chelo de la profesora Zdenka era la forma de hablar.  Tenía un acento imposible. Ella misma se daba cuenta, y explicaba que hasta los cinco años vivió en Zagreb y que cuando su familia llegó a la Argentina se instalaron en Luyaba, cerca de Villa Dolores. A la mezcla de croata con serrano se le sumaban los años vividos como becaria en la Universidad de París, bajo la dirección de Algirdas Greimas. Si a eso le agregamos todo el peso de la jerga estructuralista, las clases de la profesora Adzich eran imposibles de decodificar. Las dos primeras veces, Chelo se había retirado a la media hora porque le daba el mismo tipo de  ataque de risa que le provocaba escuchar hablar a los chilenos.
Chilenos..., otra vez se le apareció en la cabeza el cirujano chileno, pretendidamente didáctico y amable, hablando de liposuccionar, licuar, refinar e inyectar.  Con la excusa de hacer pis, Chelo fue al baño de la imprenta a mirarse el pito en el espejo.

5
Después de la segunda isquemia del viejo, Chelo empezó con los problemas en la cama.
Dormir no era en sí el problema. Llegadas las once de la noche quedaba desmayado. Pero, apenas pasaban las tres de la mañana se despertaba. Unas veces ansioso. Otras con la sensación de que se ahogaba. No recordaba qué pasaba en el sueño, pero tenía la certeza de que entre las imágenes veía a Dina, con él o con las chicas. O con una mujer quimérica, una mezcla de la licenciada Abadi con Zdenka Adzich.  Cuando lo conversó con ella, su mujer no le prestó demasiada atención y le recomendó que viera al médico. También hizo una disquisición erudita sobre el concepto de la Hora Bruja, como aparece en la literatura y el cine anglosajón, y cómo los mismos conceptos de bruja o quimera encubrían una mirada masculina que, de acuerdo a los últimos estudios de género, desvalorizaba todo lo mágico y creativo de la feminidad.
El otro problema,…  Chelo deseaba a Dina y jamás había tenido ni la oportunidad ni la idea de tener otra relación. Últimamente sentía que si él no tomaba la iniciativa no pasaba nada. Primero pensó que era una etapa normal: las chicas todavía demandan mucha atención, el viejo también, el trabajo cansa, Dina está muy ocupada en el Ministerio. Cuando la etapa “normal” pasó los tres meses, Chelo le agregó la taquicardia al ahogo. Cuando los latidos se hacían un poco más lentos empezaban las preguntas: ¿Dina sentía algo por él? ¿Había hecho algo mal? Tenía la certeza de que había vivido para responder a cada demanda de su mujer. Ahora, el castillo que le había llevado años levantar se derrumbaba.  Le daba vergüenza reconocer que no tenían la vida que había querido, o peor, que la habían tenido  y ninguno de los dos la quería más.  
A medida que los días pasaron, las palpitaciones cedieron pero apareció un fuerte dolor de oído.  Después de dar muchas vueltas fue al médico. El doctor era un amigo de la familia así que fue exhaustivo y directo. Le explicó que el dolor era el resultado de una brutal contractura de mandíbula, a su vez generada por la ansiedad. Le recetó Trapax porque era a la vez ansiolítico y relajante muscular. Los primeros días tuvo que ir al trabajo en taxi porque se levantaba con una resaca terrible. Una mañana estaba tan aturdido que se llevó por delante el sillón del living y se quebró el dedo chiquito del pie izquierdo. De todas maneras el efecto de la pastilla hizo que tardara horas en sentir el dolor, y darse cuenta lo que había pasado. Con el tiempo encontró cuál era la cantidad  precisa como para poder dormir y, a la mañana siguiente, no matar a alguien con el auto. No se preocupó en buscar un psicólogo. Él no creía mucho en esas cosas.
- Te recomiendo una cosa más. Andá buscando una pileta cubierta. La natación es un deporte muy completo. Seguro te va a ayudar a dormir.  
Siguiendo el último consejo del médico se había matriculado para nadar los martes y los jueves, en el horario en que los empleados de la imprenta paraban para comer. No había sido una mala idea. Durante una hora no sentía los comentarios de Dina ni las quejas de su padre. Además efectivamente pudo dormir mejor. De a poco fue reduciendo la dependencia a la pastilla.
Ahí estaba, cambiándose en el vestuario, antes de entrar en la pileta. Sentado en la banqueta de madera se puso a pensar donde estaría Dina en ese momento. ¿Con la licenciada Abadi? ¿Qué estarían haciendo? ¿Y el viejo? ¿Se va a morir? Cuando se muera, ¿va a ser terrible o un alivio? Se acordó del papá de César. A las pocas semanas del entierro, su amigo empezó a usar los sacos que habían quedado. Se imaginó el esfuerzo inútil que sería tratar de meter su cuerpo en algún traje de su padre. Posiblemente, para los empleados sería igualmente inútil que tratara de ocupar el lugar en el escritorio. No quiso pensar más en la muerte del padre. Levantó la cabeza y vio los cuerpos desnudos alrededor. Se quedó mirándolos, fuertes y jóvenes. ¿Alguna vez había sido como ellos? ¿O como su padre?
Siguió un momento más, registrando los detalles y comparando. Notó la incomodidad de los otros cuando se descubrían observados. Dos comenzaron a cuchichear algo. Se quedó con la cabeza gacha hasta que se fueron. Levantó la vista cuando estuvo seguro de que se había quedado solo.  Se miró y lloró.

Comentarios

  1. Me enternece Chelo. Y me encanta este cuento, Drallny.

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  2. Me encantóoooooooo !! Me matan estas cavilaciones nocturnas !! Muy masculino !!

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