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De todos los comienzos posibles para un relato este debe ser el peor: estoy en la calle, arrodillado, la cabeza abajo, el culo para arriba, con el brazo enganchado en un desagüe. El problema no es ni la incomodidad ni el ridículo. No deben quedar muchas personas que estén en condiciones de reírse de la posición en la que estoy. El asunto es que, aunque el mundo que conocimos no existe más, si llego a casa sin el anillo Elisa va a matarme. Claro, suponiendo que Elisa y las chicas estén vivas y en casa.
Esto me pasa porque nunca fui lo suficientemente irresponsable, o no tuve la sangre fría necesaria para poder llevar a cabo una relación paralela sin preocuparme de las consecuencias. Cada vez que me encontraba con Daniela en su departamento de Nueva Córdoba me sacaba el anillo y me lo guardaba en el bolsillo. Tenía el prurito de que, de alguna forma, cometía un sacrilegio si lo tenía puesto cuando me acostaba. A Daniela no le mentía. Ella conocía perfectamente mi historia así como yo conocía la suya. También me daba pudor que viera el primer eslabón de la cadena que me ataba a la existencia gris que llevaba. Ya se que suena un poco a Roberto Arlt, a Erdosain y a un montón de situaciones ya transitadas, pero no me importa. Esa era mi circunstancia.
La de Daniela no era muy distinta. Después de que en el año 87 discutimos en su casa de Angra dos Reis, volvió a Córdoba y a los tres meses se había casado con un profesor del Departamento de Teatro de la Facultad. Como eran los ochenta a nadie le pareció fuera de lugar que un profesor y una alumna tuvieran una relación, ni que después de recibida hiciera una carrera meteórica hasta llegar a la titularidad de la cátedra de Formación Actoral 1. Así se vivía entonces. Con el tiempo, el nacimiento de sus hijos y la rutina, Daniela empezó a detestar vivir al lado de Luis, aguantarle el olor del  alcohol y de las alumnas con las que se acostaba. Me buscó como amante regular, y vivimos la fantasía de las películas esas donde actuaba Jeanne Moreau, en las que dos adultos viven affaires irresponsables.
Esta costumbre de sacarme el anillo fue lo que levantó la sospecha. Elisa se daba cuenta de que más de una vez llegaba a casa rascando desesperadamente el fondo del bolsillo. Lo peor era cuando me ponía el blazer azul marino que tenía el agujero por donde el anillo se escapaba y se escondía entre las entretelas. Las contorsiones ridículas que hacía para rescatarlo eran un cartel luminoso que decía: “te estoy engañando y no tengo el coraje de reconocerlo”. Elisa empezó a revisar cuidadosamente los bolsillos de la ropa y a gritar por cualquier cosa cada dos por tres.

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La mañana en que comenzó el fin no fue demasiado distinta de cualquier otra. Elisa esperó a que volviera de dejar a las chicas en la escuela para montar una escena de ópera. Durante media hora me recitó todas las indirectas con que las madres del equipo de patín artístico le daban a entender que era una cornuda.
–Claro, -pensé, -como si ellas fueran menos putas. Seguro que fue la madre de las nenas D’antonna, que bien que miraba y tiraba indirectas, la muy guacha. Andá saber, con la excusa de  las reuniones de jardín de infantes, a cuantos tipos se tiró.
Elisa me daba vueltas alrededor y cada tanto me daba un empujón como hacen los tiburones cuando juegan con la presa antes de comerla. En uno de los acercamientos se dio cuenta de que no tenía el anillo. Haciendo uso de la fuerza que le surge en momentos de extremo enojo me retorció el brazo y me lo puso delante de la cara. A los manotazos me la saqué de encima y le dije que dejara de pensar estupideces. Que me había sacado el anillo en el baño de profesores para que no se atascara mientras trataba de arreglar el depósito del inodoro. Aunque esta excusa les parezca insólita a Elisa la dejó conforme. Arreglar pérdidas de agua era una de mis manías recurrentes. Más de una vez tuvieron que ayudarme a sacar el brazo metido hasta el codo, por no poder contenerme de acomodar el flotante, en el baño de un bar. La cuestión es que mientras trataba de acomodarme el saco, diseñaba en mi cabeza el itinerario para llegar al departamento de Daniela en la hora libre que tenía entre Historia de Segundo y Sociología de Cuarto. Eso me daba unos ochenta minutos para resolver el asunto y prolongar la mentira un poco más.

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Para llegar a barrio Jardín desde General Paz, podía ir por el Centro Cívico o por el nudo vial Mitre. En el primero había una protesta de los “beneficiarios” del Plan Hogar Clase Media, y si tomaba por el nudo, necesariamente tenía que subir por Lugones hasta Plaza España, porque  el camino al parque Sarmiento por el polo sanitario estaba cerrado hace meses por la protesta de los hospitales públicos. Resoplando y maldiciendo encaré por Plaza España. En la radio avisaban que Avenida Valparaíso, a la altura del monumento al General. Bustos, estaba cortada, por una marcha de judiciales, así que desvié por Chacabuco hasta ciudad universitaria. Generalmente no hacía ese camino porque me daba pudor la posibilidad de que pasando por el Teatrino me cruzara con el marido de Daniela. Lo que vi entonces no llegué a entenderlo hasta bastante después: un grupo de alumnos, mal vestidos como cualquier estudiante de Filosofía y Humanidades, se arrastraba y contorsionaba, como reproduciendo la coreografía de “Thriller”.
-Seguramente un ejercicio expresivo de la clase de algún “artista iluminado” de la cátedra de Sobaco Ventilado - me dije.
Daniela detestaba que me refiriera a la expresión corporal de esa manera, pero yo no me consideraba obligado a ser tolerante, como un marido, de las estupideces a las que ella y Luis se dedicaban. Subí una marcha y, encarando por la Enrique Barros, llegué hasta el Pabellón Argentina. Doblé a la derecha para tomar Valparaíso.

4
Por la José Javíer Díaz me pareció anormal no ver la cantidad habitual de autos. Las tres cuadras largas que faltaban para llegar al colegio las recorrí cómodo y no  tuve problemas para estacionar. El guardia no me saludó. Nunca lo hacía. Tenía la cabeza apoyada contra el borde de la garita y me pareció que dormitaba. Seguí hasta el pasillo central. La escuela estaba vacía. Desde el fondo venía caminando la signora Agnese. Como era bajita, rubia, y hablaba con un fuerte acento italiano, el cuerpo de profesores hace años que la apodaba Cicciolina. Para los alumnos esto no tenía el más mínimo sentido. Cuando la signora se plantó delante mío me miró con la habitual cara de censura con que me saludaba desde hace quince años y dijo:
-no hay alumnos.
-ya veo –contesté
-non faccia lo stúpido proffessore.
-non lo faccio. Usted me está diciendo una obviedad. ¿Qué tenemos, asueto por la repentina muerte de Berlusconi?
-Proffesore, lo que tenemos es un caso de histeria colectiva como pasó hace cuatro años en el  St. John’s cuando la gripe aviar. Alguna mamma con demasiado tiempo ocioso empezó una cadena de llamados diciendo que hay una enfermedad extremadamente contagiosa. Hablé con la gente de la Cámara de Colegios Bilingües y me dijeron que en el Mark Twain y en el Schule están igual que acá. En el San Patricio asistieron solamente los alumnos coreanos. En fin, aquí no tiene nada que hacer. Firme el libro de aula e andate vía.
No me iba a quedar discutiendo con la Ciccio sus modales de madama vieja. La repentina falta de alumnos me abría la posibilidad de contactar a Daniela, rescatar el anillo, y volver a casa a tratar de recomponer la confianza de Elisa. Traté de llamar a Daniela desde el celular pero no tenía señal. Aparecía el cartel que decía “solo emergencias”, así que busqué en el fondo del bolsillo roto unas monedas y hablé desde el teléfono público. Daniela me contestó con una voz entre dormida y congestionada. Me dijo que había pasado una mala noche y que Luis había hecho una escena antes de irse a trabajar al Teatrino. Hice algún comentario que me pareció ingenioso sobre la simetría de las mañanas de los dos, colgué y busqué el auto. El custodio seguía dormido en la garita.

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-Subí –dijo Daniela.
Cuando me abrió la puerta tenía un aspecto desagradable, lívido. Tenía un ligero sabor a vómito en la boca. Seguramente se dio cuenta de mi cara de asco cuando la besé porque lo primero que hizo fue ir a abrir las puertas del balcón para que corra aire.
–Luis estaba bastante irritable esta mañana. Discutía por cualquier pavada. Algo sospecha. Aunque es tan idiota que ni se dio cuenta de que en el baño se te había caído esto.
Mientras hablaba había metido la mano en el bolsillo de la bata y me había extendido la mano abierta con el anillo. Cuando hice el ademán de agarrarlo cerró la mano.
–No te va a resultar tan fácil, tengo precio. Tenés que llevarme a un médico. Cuando salió Luis llamé a consultas a domicilio y todavía no vienen. Me parece que el idiota me contagió algo. Anoche estaba tan cargoso con el orgullo de macho herido, que me tuve que dejar coger.
Ya en el auto pensé donde conseguir una guardia que no estuviera atestada de gente. Desde que el año pasado empezó el paro de médicos, el sistema de salud de la provincia estaba colapsado. Con todo, se sentía el ruido de una sirena. Aunque podía ser un camión de bomberos. Por el lado del Patio Olmos se sentían explosiones. A lo mejor estaban tratando de apagar los neumáticos quemados de una manifestación. Me pareció que si los ruidos venían del norte lo lógico era buscar alguna clínica por el sur.  Arranqué el auto, que estaba estacionado en la esquina de Trejo y Peredo, doblamos por Velez Sarsfield y encaramos para el Hospital Privado.

6
Mi amiga Sara Sokolinsky se había equivocado. Todos los años desde que se había ido a vivir a Israel me mandaba la misma postal de la ciudad de Megido con el mismo mensaje: “Apocalipsis 16:16. Según Juan el Bautista acá en Megido comienza el Armagedón”. ¿Cómo iba a calcular Sara que los Cuatro Jinetes iban a desatarse en Córdoba mientras peleaba con una secretaria de la guardia de una clínica? La mujer, claramente sobrepasada por las circunstancias, insistía en decirme que no había forma de atender a nadie más, que estaban saturados. Yo abría y cerraba la mano apretando el anillo que Daniela me había dado en el auto. Trataba de contener las ganas de pegarle a esa pobre empleada alterada. El ambiente no ayudaba. El olor a sucio, a fiebre, a morgue, contaminaba toda la sala de espera. Llantos, madres cantando, madres gritándole a sus hijos, viejos implorando, enfermeras con cara de asco o de angustia. Seguía discutiendo con la secretaria cuando Daniela se dobló en dos y se cayó. Primero me quede mirándola. Después intenté acercarme a levantarla cuando la locura apareció, desnuda, pálida, grotesca, en la forma de una vieja que corriendo, se abalanzó sobre el cuello de Daniela y empezó a morderla. No sé qué me pasó. Así como nunca tuve el coraje para hablar con Elisa, tampoco me alcanzaba para salvar lo que quedaba de Daniela. Mientras corría hacia el estacionamiento, en mi cabeza se aparecía imágenes grotescas de Goya, de Doré, de Caravaggio, y de cuanto otro pintor se le ocurrió representar el caos terminal.
-¡Lo que me faltaba!
La puerta del auto forzada y abierta. Algún idiota trató de arrancarlo haciendo un puente con los cables. Cualquier imberbe que miró una película de las de Vin Diesel piensa que es fácil robar un auto. Lo único que consiguieron fue inutilizarlo. Abrí el baúl y saqué la llave cruz. Por la calle Naciones Unidas se veía venir una masa compacta de cosas  (¿humanos?) que se parecían a la mujer que había atacado a Daniela. Tenía que correr y pensar al mismo tiempo. ¡Demasiado difícil! Me metí por Barrio Parque Velez Sarsfield y corrí con la llave cruz en la mano hasta que vi una obra en construcción. A pesar de ser un lugar lleno de aberturas, estaba tan aturdido que me pareció seguro y entré. Estaba oscuro y no había nadie, o esa era mi idea hasta que sentí el golpe en la nuca.
-Ahí se despierta –escuché que decían con un inconfundible acento quechua. Los dos albañiles debían ser peruanos o bolivianos. Tenían esa forma de hablar de una elegancia y decoro que los argentinos perdimos hace años. Me explicaron que desde los andamios habían visto cómo esos aparecían por todas partes y atacaban. Que me habían golpeado por las dudas, porque no sabían si estaba infectado. Que ellos sabían lo que pasaba porque un amigo que tenía un cuñado en el comité de huelga del Hospital de Urgencias, les había advertido que algunos del gremio querían escarmentar a todos de una forma brutal y que sabían qué hacer. Les dije que no entendía de que hablaban, que si podían ser mas claros.
-Si quiere la verdad clarita, lo llevamos delante de Pichamama. Ahí pregunte lo que quiera…


7
¿Cómo llegamos? Matando. ¿Matando? No estoy seguro que hundirle la cabeza a golpes a estas cosas sea exactamente matar. Me acordaba todo el tiempo de las conversaciones trasnochadas con mis amigos. El Chino proponía que lo más satisfactorio que tenían las películas de zombies era la posibilidad de dispararle a personas, sin hacerse ningún tipo de cuestionamiento moral, porque ya estaban muertas. Jacky y Burda proponían las reglas básicas a tener en cuenta: Uno: El Zombie camina o corre, pero no salta. Dos: El Zombie no sabe nadar. Tantas horas de la juventud gastando juntos cintas de VHS de George Romero se me revelaron como un entrenamiento valioso a la hora de allanar el camino para llegar ante Pichamama. Haberme metido tan adentro de Villa El Libertador hubiera sido inquietante un día atrás, pero después de escapar de una turba que te quiere comer, pocas cosas me podrían dar aprensión.
Lo que siguió después era incalificable. Intentar describir a Pichamama  sería una empresa fallida. Según como se lo mirara, podría haberse parecido a la Reina de Marte, a Barbarella, a Miss Cholita Paceña, o una Drag Queen. Tenía un tocado que seguramente había sido usado en alguna diablada de carnaval, el traje era un body cubierto de strass y llevaba zapatos de platafoma con cabezas de muñeca ensartadas en los tacos. Usaba demasiado maquillaje y le gustaba acercar mucho la cara sobre el final de las frases para subrayar el tono dramático. Su casa era la cruza entre el realismo social de Jose María Arguedas con la etapa más cutre de Almodóvar. Entre los objetos que se amontonaban sin lógica en la habitación había fotos de Wendy Sulca, boas de plumas y las obras completas de Michel Foucault. Hablaba demasiado, con pocas pausas y pasando del susurro al grito exaltado. Me contó que llevaba toda la vida en el cuerpo equivocado, que su infancia había sido muy difícil y que había tenido que dejar Santa Cruz de la Sierra escapando de la incomprensión. Que había llegado a Córdoba desesperado y  pudo armarse una posición más desahogada trabajando de lo que fuera. Había sido albañil, vendedor callejero, había limpiado casas de familia, y con eso se había pagado el curso de enfermería. Entró a trabajar en el hospital de Urgencias porque había tenido historia con uno de los jefes. Lo había conocido una noche en Zen. En ese boliche, decía, había encontrado la libertad para inventarse como Pichamama, la fantasía  de lo que hubiera querido ser. Además hasta que pudiera pagarse una operación de cambio de sexo en Chile, el personaje le dejaba unos pesos más. Bailaba en una jaula cuando conoció al Doctor Marquez. No pensó que fuera a llegar a nada serio, pero el Doctor volvía varias noches a la semana a buscarlo. La relación fue clandestina pero estable. Marquez era irascible e inestable pero lo quería bien. Le facilitó acceder al cargo de enfermero. Pichamama sentía que vivía en la tierra de los sueños y retribuía las atenciones con un compromiso desmesurado con el trabajo. Así se fue involucrando en la vida del hospital. Cuando en septiembre del 2011 empezó el paro, ya había logrado ser delegado de los enfermeros. Contó que, como el gobierno no negociaba, empezaron a formarse grupos cada vez más violentos, que planteaban que toda la población se merecía el exterminio por votar embobados a políticos que hacían edificios modernos pero mataban de hambre a sus empleados. Marquez, era uno de los más rabiosos. En los breves encuentros que mantenían le contó que un amigo en los laboratorios de la Facultad de Ciencias Químicas le facilitaba el acceso a algunas sustancias. Lo que más sacaban eran precursores de ácido lisérgico, pero se habían enterado que, en una sección restringida, estaban guardadas las muestras de un proyecto secreto que se había desarrollado durante los años de las peleas con Chile por el Canal de Beagle. Marquez era un poco loco pero un hombre de palabra, así que Pichamama empezó a preocuparse. El tema de aleccionar a los cordobeses se volvió recurrente hasta que anteayer apareció por el turno de guardia y de buenas a primeras, sin guardar la compostura, Marquez le dio un beso largo y profundo delante de todos, dio la vuelta sin hablar y se fue. Cuando esta mañana empezaron a aparecer los infectados entendió todo
-Al principio no los tomábamos en serio, pero ahí tiene. Lo único que puede hacer es escapar. El contagio es persona a persona así que seguro nos van a poner en cuarentena, o nos van a hacer un cordón sanitario. Busque lo que pueda y corra.


8
Robé una moto. Me caí. Me robaron la moto. Corté cabezas. Reventé globos oculares. Le pegué a viejas, a nenas, a mujeres embarazadas. Rompí vidrieras, me agarré a las trompadas con otros como yo. Corrí. Corrí mucho más de lo que pensé que podría. Cuando llegué al Centro Cívico me sentí como Charlton Heston cuando miraba la cabeza hundida de la estatua de la Libertad al final  de “El planeta de los Simios”. El edificio ardía, se derrumbaba. Era una mezcla rara de “Infierno en la torre” con los documentales de la CNN sobre el 11 de septiembre. Crucé el puente y llegué al barrio.  Las persianas y las ventanas estaban cerradas. No había ruidos. Caminé por Rosario de Santa Fe hasta la esquina con Jacinto Ríos. Nadie. Casi nadie. De atrás de un árbol saltó lo que había sido la mamá de las chicas D’antonna. La muy hija de puta ni muerta me quería dejar en paz. Por suerte tenía la llave cruz y el entusiasmo para desintegrarle la cabeza. En el fragor del asunto, mientras la remataba, el ruedo del saco se descosió y el anillo rodó por el asfalto hasta el desagüe. Suerte de mierda. Si había llegado hasta este punto por el anillo no iba a volver a casa con las manos vacías. Elisa puede ponerse terrible cuando está celosa.  Me arremangué, agaché y metí el brazo hasta el fondo. Cada vez que lo agarraba se volvía a resbalar. Hice la maniobra de girar un poco el cuerpo como cuando quería embocar el flotante en el depósito del inodoro y como me pasaba siempre, el brazo me quedó atascado. Ya me lo había dicho mi madre:
-Ay Martín, a vos cualquier día de estos te va a matar alguna de tus manías.

Comentarios

  1. Si algo te pinta de cuerpo entero es la del flotante !! Me encanta el relato !

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