Un muerto es un muerto, o eso creemos.
A veces es más. O es menos que eso.
Un muerto puede ser una pancarta, o una
insignia, una moneda de cambio, o una cifra.
Hay muertos de los que nadie se acuerda,
y hay otros de los que debemos acordarnos
por decreto. Muertos que nadie reclama,
tirados en una zanja o en la mesa de una morgue.
Y otros que no se van, aunque queramos.
Salimos a gritar por nuestros muertos,
competimos por ellos, los ponemos
en tablas de posiciones, en un torneo
de muertos célebres y reivindicables.
Nos esforzamos en que la bandera de nuestro
muerto sea mejor que la del muerto enemigo.
Mientras tanto, poco hacemos por los vivos,
que de una manera u otra llegaran a ser muertos
para que unos y otros exhiban o denuesten.
País perverso es este en que vivimos,
esperando la muerte solamente
para tener qué cargarle al oponente.
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