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Habana 87

 Cuando en el verano de 1987, algunos de mis conocidos viajaban a la Florida para sumergirse en el templo de la alegría capitalista que era (y debe seguir siendo) Disneyworld, mis padres me llevaron a conocer Cuba.

La Cuba de entonces no era el destino de las empresas españolas de turismo. Todavía existía la URSS, por lo que la isla se dedicaba sobre todo a enviar azúcar a los rusos, y a recibir el turismo del bloque socialista: gente de un color blanco imposible, aún para mí, que desciendo de moldavos y ucranianos.

En la Argentina de 1987 irse a Cuba era para los curiosos o los socialistas. Como mi familia pertenecía a este segundo grupo, habíamos contratado un paquete turístico que incluía en partes iguales, destinos de playa, de historia colonial e historia revolucionaria. Íbamos a conocer el caribe, y a la vez, empaparnos del humanismo socialista, supuestamente tan lejano al consumismo desenfrenado de la Florida.

 Para llegar, había que subirse a un avión de Aeroflot que condensaba todo lo que la “propaganda reaccionaria” decía de la tecnología soviética. Así y todo partimos y llegamos sin inconvenientes. La comida era poca, el avión incómodo, y para mi asombro (y sobre todo para mi visión adolescente y calenturienta) las azafatas eran feas.
Recuerdo la amabilidad de los cubanos. No hubo uno (ni aún un taxista, que nos paseó por La Habana, y que en algún momento se cansó de nuestro optimismo socialista) que contestara de forma airada o que no se detuviera a contestar una pregunta. Eran vocacionalmente gentiles. Pero también fuimos descubriendo que había mucho más debajo de tanta dulzura.

La vida en la Habana parecía feliz, pero estaba llena de carencias. No piensen en función del mundo que conocen hoy. El mundo de 1987 era analógico. Lo más sofisticado en tecnología de consumo, lo que en aquel entonces deseábamos era, a lo sumo una videograbadora o un walkman. En La Habana no había (o eso creía yo), pero faltaban cosas mucho más urgentes. El jabón y el champú era algo que se conseguía poco, y los turistas éramos constantemente abordados por cubanos que nos pedían que les diéramos lo que traíamos, o que les hiciéramos el favor de comprar por ellos en las “diplotiendas” 

Cruzar la puerta de la diplotienda era sumergirse en la realidad de la desigualdad.
No se si existen todavía, o si siguen llamándose de esa manera. Las diplotiendas eran algo parecido a un “duty free” al que solo tenían acceso los turistas y los diplomáticos. Luego me enteré que también los integrantes de cierto nivel del partido comunista. En la diplotienda podía comprarse todo lo que un cubano común deseaba, en dólares. Las camareras del hotel Habana Libre (un adefesio de 1958, construido por la cadena Hillton, e incautado por la revolución. Una masa de hormigón de la arquitectura norteamericana más cutre), juntaban las propinas en dolares que recibían y luego te rogaban que entraras por ellas a la diplotienda y les compraras un pantalón de jean. A mi, con 17 años, todo eso me parecía banal y contrarrevolucionario. Podía parecerme banal porque jamás había sufrido carencias y porque, con las limitaciones de la clase media argentina, siempre había accedido a lo que había querido. Estaba muy lejos de entender lo que es desear y no poder.
Con todo, y a pesar de los primeros choques entre la ideología y la realidad, durante la primera semana del viaje seguíamos viendo el paraíso socialista que queríamos ver. La segunda semana fue diferente.
En La Habana tenía que cumplir una tarea que una amiga de Córdoba me había encargado. Esta amiga, había vivido durante la dictadura argentina, entre Nicaragua y Cuba. En realidad, había residido una temporada larga en La Habana porque había necesitado un trasplante de córneas que no podía hacerse en Managua. Como toda adolescente, había hecho amigos, y como vivíamos, como ya dije, épocas analógicas, la única manera de mantenerse en contacto era el correo postal, o enviar misivas o paquetes con las personas que viajaban.
Así, fue que llevé de Córdoba a La Habana un sobre o un paquete pequeño, conteniendo a lo mejor un cassette. Tenía que llevarlo a una dirección en El Vedado.

Si no conocen la ciudad, El Vedado fue el barrio de la burguesía habanera, y se había convertido en el distrito de los diplomáticos y los jerarcas. Claramente está lejos del lujo capitalista, pero la diferencia con el resto de la ciudad se palpaba a los poco metros de llegar.
La persona que encontré o la conversación que mantuve, no tienen importancia. Se que me quedé una media hora (lo suficiente para recibir las gracias por el mandado, un café, y la amabilidad casi obligatoria de los cubanos), en la que me dediqué a mirar la casa (no muy grande) repleta de todo los que las mucamas del Habana Libre soñaban, incluyendo por supuesto, la videograbadora y una colección de películas occidentales. Me fui del lugar, desencajado por constatar la incoherencia.
En esos mismos días tomamos un taxi para recorrer algunos puntos de la ciudad que habían quedado fuera del recorrido establecido por el tour. Estuvimos una hora y media, o dos viendo la ciudad despintada (supuestamente por culpa del embargo), los autos desvencijados, y contrastando la realidad de nuestro izquierdismo burgués con la experiencia del taxista. Amabilísimo, ante un comentario de mi madre sobre la universalidad del sistema de salud y la escolaridad, respondió: -Señora, si usted hubiera vivido acá, hubiera sido de las primeras en irse.
El paraíso parecía tener problemas.
Algunas cosas de La Habana empezaban a chocarnos, por ejemplo la necesidad de hacer cola para casi cualquier cosa (tomar un helado caro y desabrido en Coppelia),  el aburrimiento autómata de los empleados de las tiendas, o el blindaje discursivo.
El guía asignado por el tour era gentil, simpático, chistoso, y por supuesto preparado para responder de acuerdo al libreto del partido. Esto lo confirmamos cuando mi padre le preguntó por un entonces conocido preso de conciencia (no logro recordar quien era) y la respuesta fue que era todo un montaje. Que el partido tenía pruebas de que el tal preso gozaba de una excelente salud y atención.
La prensa se limitaba al Granma, que parecía un periódico escolar. Una sola noticia recuerdo, porque entonces no la entendí como ahora. En un pequeño recuadro, se hablaba de que el gobierno, preocupado por la salud de los niños, había decidido reducir los almuerzos escolares, porque las madres cubanas, siguiendo sus mandatos maternales ancestrales, volvían a darle el almuerzo  a los niños cuando regresaban a sus casas. Esto podía desembocar en una peligrosa epidemia de obesidad. Muchos años más tarde entendí que en realidad no había comida suficiente para todos, y que había que inventar alguna justificación.
Volvimos a la Argentina del 87, que ya tenía y siguió teniendo toneladas de problemas. Con los años vimos como el bloque socialista se desmoronó, aparecieron nuevos conflictos (y reaparecieron algunos viejos). Cuba se fue quedando sin el financiamiento soviético y abrazó el dinero de la burbuja de inversiones española (que luego explotó para desgracia de españoles y cubanos). Siguieron los años de la “exportación” de médicos, del turismo académico, y de tantas otras cosas más.
Nada mejoró demasiado. Treinta y cuatro años después, sigo pensando que los ideales del humanismo socialista son una alternativa al individualismo y al consumo desenfrenado. Pero tengo claro que no fueron esos ideales los que vi entonces en La Habana. Ni es eso lo que existe ahora.
Si veo, con estupor, a mucha gente que disfruta muy seguido del paraíso del consumo de la Florida, defender la dictadura cubana, y negar las violaciones a los derechos humanos. Gente que, según me dijo aquel taxista habanero, de haber vivido ahí, hubieran sido los primeros en escapar.


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