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Baigorria (21 - Final)

Las semanas pasaron sin que nada pasara. Después de todo, fuera del entorno del Barrio, poca gente recuerda que existe el Museo de la Industria y que ahí estaba guardado el Papamóvil de la visita de Wojtyla de 1987. En el diario salían noticias de temas que preocupaban más a la gente o a los editores. A los directivos del Museo y a los insoportables de la Asociación de Amigos del Transporte los tranquilizaron con una réplica que la Renault armó a las apuradas en la Planta de Santa Isabel. Y siguiendo con la lista de insoportables y fanáticos, loa pocos militantes visibles de los Legionarios de Cristo no hicieron ningún comentario sobre su vinculación en un incidente que de acuerdo a la prensa nunca había sucedido. Además, como nunca comentaban abiertamente quienes eran sus  miembros, tampoco comentaron nada sobre el accidente del ministro. ¿Qué accidente? Bien, resulta que si alguien se atrevía a preguntarle al ministro por los moretones, contestaba que se había caído por la escalera.

Volviendo a mí, la venta de la figura del Divino Niño me rindió buena plata. Gómez tenía razón. El anticuario de la calle Belgrano no hizo preguntas sobre el origen de la pieza. Según Gómez, todos los coleccionistas y anticuarios tienen algo de delincuente.
—No me extrañaría enterarme  que la pieza llegó hasta el ministro de manera ilegal, así que como dice el dicho… el que roba a un ladrón…,—comentó mientras repartíamos el dinero.
Con mi parte me dedique a reparar el galpón y tratar de rescatar lo que se pudiera del Dauphine. Aunque el daño era mucho, en su mayoría eran abolladuras que con paciencia y el arte de un buen chapista podían salvarse.  El problema más grande era conseguir repuestos de los faros.
Como quedo algo de dinero, decidí que podía darme el lujo de pasar un par de meses tranquilo. Le pedí al novio de Rújale que se buscara un ayudante y se hiciera cargo del negocio de la vigilancia mientras yo me reponía de la aventura. Sin que yo lo buscara,  Rújale interpretó esto como un gesto de confianza hacia el orate, con lo cual su trato hacia mí se volvió un poco más relajado y dulce. No se engañen. Tampoco se convirtió en una dulce princesa, pero por lo menos ya no grita por cualquier cosa que pase en casa.
Gómez pasa de vez en cuando por el galpón. Se queda a conversar un rato y habla de los planes que tiene para cuando le salga la jubilación. Por ahí cuenta algo de su vida con la Teresa. No me atrevería a decir que estamos en paz con nuestro pasado, pero me atrevo a decir que hemos vuelto a ser amigos. Casipupi sigue siendo el informante del barrio, tanto de lo que importa como de lo que no importa. A pesar de que casi nunca lo trato bien, sigue saludando con su misma semisonrisa. Nunca llegaré a saber si es un gesto irónico o alguna clase de parálisis facial.
De los coreanos no supimos mucho. Gómez me dijo que al día siguiente de la visita al ministro, lo llamaron desde la central de policía y sin darle demasiados detalles, le indicaron que nada de lo que les he contado había sucedido. Nunca hubo un robo en un museo, nunca entramos a la iglesia taiwanesa, ni allanamos un taller de la calle Suipacha. Y como nada de eso había sucedido, esos coreanos, que de hecho tampoco existían, no tenían que estar en el calabozo. Al día siguiente que los liberaron, el taller ya estaba desocupado. Gómez me dijo que la limpieza la hicieron con vehículos sin ninguna identificación.
El día que volvieron a abrir la muestra permanente del museo, el director me invitó a darme una vuelta, pero no fui. Después de todo, ese director fue el que hizo cercar el jardín del museo donde nos juntábamos con los muchachos de los clubes de automóviles. Los muchachos amigos del Tunning lo hubieran considerado una traición. Además, como ya le he contado, toda la zona me trae demasiados recuerdos de Sara Sandler.
En estos últimos días de calma, he tenido la nostalgia a raya. La reparación del Dauphine me tiene entretenido, y Rújale se ocupa de cebarme mate. Aunque habla poco, el quedarse a mi lado mientras estoy martillando o limando, es su manera de tratar de decirme que todo está bien. Ayer, después de mucho tiempo, llegamos a tener una conversación en la que no nos gritamos ni tratamos de herirnos.
La charla comenzó con nimiedades en torno a los repuestos para ir derivando a sus planes sobre el futuro. Rújale está preocupada por cómo voy a arreglarme para vivir solo cuando ella se mude con su novio. Me sentí conmovido pero también muy viejo. Aunque no lo diga abiertamente, le preocupa que un hombre de mi edad viva de una agencia de vigilancia. Insistió un par de veces en que no puedo comportarme como si tuviera toda la vida por delante y fuera invulnerable. Agregó que aunque yo no se lo pida, se siente obligada a vigilar que no me pase nada grave, y que siente que eso le pone un freno a sus propios proyectos.
Seguimos conversando un buen rato. Realmente me hacía feliz poder compartir un momento así con Raquelita. Quizás, fue esa situación feliz la que hizo que me animara a decirle que planeaba cerrar el negocio de vigilancia o dejárselo a Renzo.
—¿Y a qué te dedicarías? –preguntó.
—Voy  va a poner una agencia de investigaciones.
La conversación terminó ahí.


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