Ir al contenido principal

Sabiduría de los refranes.

Nota: una versión anterior de este post se publicó hace dos años. Esta es su versión definitiva.


Si la frase que dice -“no hay perro que no se parezca al dueño”- fuera ley, y por lo tanto de cumplimiento forzoso,  tía Isabelita no saldría bien parada.
A Rutger lo padecimos durante toda la infancia. Físicamente no se destacaba por nada: no era ni alto ni bajo, ni gordo ni flaco, ni chato ni trompudo, ni corto ni largo. Un poco blanco, un poco negro, un poco marrón y ya tenemos la descripción del miserable cuadrúpedo. Debajo de la piel manchada se escondía la sorpresa. Si entre los lectores se encuentra alguna persona de esas que se llaman a sí mismos “proteccionistas” o “defensor de los derechos animales”, y  eleva su dedo admonitorio, airado ante lo que juzga como comentarios salvajes y pocos civilizados, permítanme aclarar un par de puntos: primero, proteccionismo es una disciplina económica, no ponerle platitos de comida a cualquier bicho de la calle; y segundo, como los animales no son personas, no tienen derechos.
Decir que el carácter del perro era antojadizo o mercurial sería caer en un eufemismo grotesco. Era simple y llanamente un perro de mierda, loco, traidor y generalmente bastante innoble. Isabelita lo llevó a su casa siguiendo su costumbre de levantar cualquier cosa de la calle.
-Por lo menos esta vez es un perro, -pensó aliviada su madre.
La pobre mujer no sabía lo que le esperaba.
Con el animal ya instalado en la casa, mi abuelo hizo uso del humor o la premonición al imponerle el nombre de Rutger (ya que para mi abuelo, perro y alemán eran términos equivalentes). Como si intentara demostrar en acciones el argumento de Cratilo, que sostiene que el nombre contiene la esencia de lo nombrado, el cuadrúpedo comenzó a comportarse como un miembro de las juventudes hitlerianas. Acosó, humilló y mortificó a la ingenua familia que lo había acogido. Continuando con esta analogía el derrotero de Rutger en la casa podría describirse así:
Primero se masticó los felpudos
pero a mi no me importó porque no era felpudo
después siguió con las pantuflas
pero a mi no me importó porque no era pantufla
ahora me está masticando los tobillos ……
pero ya es demasiado tarde.

Ya de cachorro Rutger desarrolló una extraña compulsión por atacar a los miembros de la familia. Jamás fue un perro que devolviera un palito o que jugara con una pelota. No demostraba cariño ni se dejaba acariciar. Gruñía,  mordisqueaba, y aullaba ante el menor intento de hacerle una caricia. Isabelita estaba demasiado ocupada en trabajar de adolescente como para prestarle atención al perro que había traído así que delegó la tarea en el resto de la familia, lo que se convirtió en una empresa complicada. Si se  planificaban vacaciones, el perro se enfermaba el día anterior a la salida. Si lo dejaban en la casa de algún pariente se escapaba y desencadenaba largas pesquisas que desgraciadamente terminaban cuando el malvado teutón regresaba por sus propios medios. A Isabelita no le parecía que la conducta del animal estuviera fuera de lo normal o que necesitara algún tipo de correctivo, sobre todo porque la mayoría del tiempo no estaba en la casa.Tratar de convertirse en alguien relevante en la contracultura de Córdoba a fines de los ochenta era una ocupación muy demandante para ella.

Por otra parte, el animalito desarrollaba una simpatía deleznable con los extraños.  Como custodio era un verdadero desastre, al punto que el día que entraron ladrones a la casa les hizo todas las fiestas posibles (movimiento de cola incluído). Parecía inspirado por las mismas afirmaciones radicales de Isabelita, que al grito de “toda propiedad es un crimen” había comenzado a atacar subrepticiamente los alhajeros de su madre y sus tías, con el fin de financiar actividades presuntamente artísticas.

A medida que fueron  apareciendo nuevos integrantes en la familia Rutger se ocupaba bien de marcar el territorio. El patio le pertenecía. Allí guardaba lo que arrebataba de la casa. Si algún niño osaba entrar no mostraba ninguna misericordia. La nalga derecha de mi hermana todavía conserva una cicatriz que le recuerda la imprudencia.

A principios de los noventa ya era un perro adulto, pero no por eso mejor. Había ganado en experiencia y perversidad. Desarrolló el ataque sorpresivo y el engaño. Simulaba estar maltrecho para morder a quién se le acercara a ayudar. Se volvió selectivo. Ya no atacaba directamente al cartero. De alguna manera, lograba evaluar la importancia de cada carta y destruía toda información vital para la familia. Rutger tomó el control de  las comunicaciones.

A medida que fue envejeciendo los dientes perdieron filo pero las mañas siguieron incólumes. Los años le agregaron achaques varios. La abuela, que creía equivocadamente que todo el universo estaba predispuesto naturalmente a la bondad, decidió ejercitar la misericordia del ofendido al ofensor. Desarrolló innumerables estrategias para que el perro se dejara atender y así encontrara la luz del amor para guiar su camino. Consiguió una quebradura de muñeca al caer contra los baldosones del patio, entrampada por la correa de animal. Viejo y enfermo no perdía la oportunidad de hacer daño: en sus últimos años, si tenía que vomitar o reventar de la diarrea lo hacía sobre el tapizado de los sillones o sobre algún zapato o un pantalón nuevo.
Antes de que llegáramos a la adolescencia algún vecino con menos paciencia y más sangre fría que nosotros liquidó el problema a balazos. Un día del verano de 1995 salió nuevamente a joderle el descanso a la familia, escapando durante las vacaciones y encontró su final. Se creyó por encima del peligro y se dejó seducir y matar por un desconocido.
Con tía Isabelita no tuvimos la misma suerte.

Comentarios

  1. tomó el control de las comunicaciones... me mató !

    ResponderEliminar

Publicar un comentario

Entradas populares de este blog

Choque

Retumban desde lejos, como un eco como un requiem: tus pasos son muy lentos, majestuosos. Me llevo la mano a la cara, me acomodo el cabello (frondoso todavia, a mi edad) y te miro llegando, ¿cómo puede la belleza conjugarse en tus pisadas, en tus manos, en tu pelo, en tu mirada triste, en el  borde de tu boca, en el ruedo de tu falda? Evitamos mirarnos por un rato. Levantaste la tapa del teclado del piano, y jugaste con las teclas, sugiriendo una frase, golpeando apenas con los dedos en las notas. ¿Qué  viene de afuera? Por la ventana se cuela el  ruido de una radio, un auto interrumpe tu misterio. Tu belleza sigue entera, pero el  momento se ha quebrado. Quizás nunca  vuelva a verte así. De la esquina viene un estruendo de vidrios rotos y metales golpeteando, gritos, pasos, arrebatos. Ambulancias, sirenas. Nadie ha muerto pero siento que algo se ha perdido. ¿Cuantas veces más podrá revelarse la belleza? ¿Una, dos? O nunca.  

Un año después (Nocturno nºXV)

 Otra noche fría estoy en casa como el año pasado, pero no porque este año es menos cruel. No me he vuelto más sabio, no. Tampoco más cínico, o prudente pero el tiempo y el dolor enseñan. No es gran cosa, pero es todo: Prestar atención a los que quiero y no distraerme en los imbéciles. Recordar lo bello (una plaza, una playa, en el mar o la sierra, los hombros de Mariana) No necesito más. La confusión y la estridencia, volverán, pero soy más viejo. Estoy preparado.

El idioma de la abuela Rebeca

La abuela Rebeca nació en 1912 en una colonia agrícola de la provincia de Santa Fe. Criada entre inmigrantes no supo de la existencia del idioma castellano hasta que tuvo que ir a primer grado. A pesar de esta situación fue entre siete hermanas la única que completó la escuela primaria y la secundaria (hubo un hermano varón que llegó a ser médico, pero para eso era varón). Este contacto tardío con el español podría haber sido de una de las causas del uso tan extraño de la lengua que hacía mi abuela. No debemos descartar que en su casa los mayores hablaban poco. Su madre distaba de ser instruida y su padre callaba resignado ante la vida  que su mujer y sus hijos le daban. Eso sí, a la hora de maldecir e insultar, mi bisabuela podía blandir la chancleta acompañándola  de gritos de guerra en variados lenguajes eslavos, germánicos o semíticos.   Su repertorio favorito incluía expresiones tales como “Juligán” “Ipesh” o “paskuñak”. No se (ni sabré nunca) si a la hora de construir una fras