Para Liliana, la forma en la que comenzaba el día afectaba el desarrollo del resto de la jornada. No era fatalista, pero suponía que en el mundo operaba una serie de conexiones sutiles que determinaban el orden de las cosas. Si alguna vez era interrogada por el fundamento de esta creencia, argumentaba con una combinación de karma y materialismo histórico. Esta convicción la llevó a pensar que el día de marzo que tenía por delante sería, sin llegar a la gravedad de los Idus de Julio César, posiblemente nefasto.
A pesar del pésimo humor que le provocaba haberse levantado media hora tarde, la ocurrencia de relacionar ese día particular con los Idus de marzo le provocó el gozo de imaginarse intelectualmente superior. Pensó entonces que no todo iba a ser malo, y mientras frotaba el cepillo untado en pasta para encías sensibles, repasó las distintas opciones de responsables del mal comienzo. Concluyó que la culpa era de Sibila. ¿Acaso no había sido ella, su propia hija, la que mediante manejos sutiles, la había convencido de comprar un teléfono de esos que la gente llamaba “inteligentes”?
Terminó de lavarse los dientes y buscó la base de maquillaje. Esa mañana la rosácea tenía muy mal aspecto así que tendría que esforzarse para estar presentable delante de los alumnos. Mientras extendía la crema por la cara seguía pensando en Sibila.
—Esta chica tiene la idea de que un aparato puede ser inteligente porque ella misma es intelectualmente roma, como su padre.
Con la base aplicada parecía una máscara. Faltaba todavía el rubor, la sombra, el delineador, el labial y el alargador de pestañas. Cuando iba trazando la línea superior del ojo derecho escuchó la alarma del teléfono. La sorpresa hizo que el trazo se deformara. Salió del baño para apagarla, pero tardó en encontrar el aparato.
—Definitivamente, Sibila y sus amigos adoran estas máquinas de mierda porque son una banda de imbéciles— pensó.
Una vez que lo encontró y apagó volvió al baño para terminar con la pintura. Por suerte el error no era demasiado notable. Con un poco de cuidado equilibró el grosor del contorno de los dos ojos. Se miró y se encontró parecida a Elizabeth Taylor. Pensó que no estaba mal. Después de todo, Liz había sido una fuera de serie, como ella.
Fue al dormitorio para buscar la falda negra que hacía juego con el blazer. Revisó los armarios y la cómoda sin encontrarla. Sintió la ira subiendo por la nuca y extendiéndose como un hormigueo por los brazos. Si no aparecía la mañana iba a ponerse muy difícil. La molestia en el cuello se convertiría en contractura y luego en migraña. Además, no estaba de humor para soportar los comentarios que los alumnos harían sobre el tamaño de sus caderas si iba de pantalones.
La falda apareció en el living, tirada entre la lámpara y el viejo combinado BGH. Cuando se agachó a levantarla, su cara quedó delante de las fotos enmarcadas que estaban sobre el aparato.Liliana se sentó en el piso para mirarlas. Hacía mucho tiempo que no prestaba atención a la foto de su cumpleaños de quince. Estaba toda la banda de amigos de la escuela: Raquel, la Susy, Tito, Cacho, Moncho y el Renguito
—Estaban hermosos —pensó.
Inmediatamente se corrigió: —Éramos hermosos.
Levantó la prenda del piso y se puso de pié. Revisó que no estuviera sucia o demasiado arrugada y se la puso. Volvió a mirar la foto y empezó a comparar con el aspecto actual de los retratados. Raquel seguía flaca pero se había arrugado mucho. La Susy estaba apenas amatronada, pero insistía en mantener el mismo corte de pelo de hace treinta y tantos años, lo que la hacía parecer una mujer mucho mayor. Tito no estaba ni mejor ni peor, después de todo, para las chicas nunca había tenido ningún atractivo. A Cacho lo había visto por última vez en el año 95, antes de que se fuera a casarse e instalarse en Londres. Moncho se había vuelto un pelado libidinoso. Y después estaba el Renguito.
Hermoso el Renguito
Miró otra vez. La raya del pelo perfecta, las patillas del largo preciso, y unas cejas que destacaban la mirada profunda. Todo lo que su generación consideraba bello y valioso se había condensado en el Renguito. Casi cuarenta años después, nada había menguado del atractivo que había hecho que Liliana asistiera feliz a la escuela. El tiempo no había corrompido al Renguito como a los demás. Quizás esa era la única ventaja de llevar tantos años muerto.
(continuará)
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