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Memento Mori

La muerte es siempre el misterio que nos espera al final de la vida. Un miedo atávico nos impulsa a creer que construyendo enormes obras, la civilización nos mantendrá alejados de lo inevitable. Sin embargo el hado fatal se agazapa y ríe de nuestras pretensiones, haciendo evidente su presencia de la manera más cruel: los peces de acuario.
Existe un momento en la vida de todo padre en que debemos enviar a nuestros hijos a la escuela. Aquí es donde, silenciosamente, la barca de Caronte comienza a navegar hacia nosotros. Átropos, la más cruel de las hermanas fatídicas, el amargo segador, va a presentársenos de una forma vil. Alguna maestra jardinera, preñada de buenas intenciones, decide regalarle a todos los niños de la Salita Naranja un pececito de agua fría, un cauarasius, una carpa koy……. Las explicaciones son muchas y todas derrochan bondad: la conmemoración del Día del Animal, estimular el contacto con la naturaleza, desarrollar en el parvulito la responsabilidad hacia el otro. Todas son patrañas, nos han dado, como a Heracles, un vestido envenenado.
El primer indicio de que no somos los dueños de nuestro destino viene cuando nuestro hijo levanta delante de su cara la bolsita de plástico con el pececito. El brazo rígido, el gesto orgulloso de Perseo mostrándonos la cabeza recién cortada de la Gorgona. Y así, de piedra como tocados por la mirada de Medusa quedamos ante la imagen fatal del animalito girando en el pequeño cosmos de agua y de plástico.
Aciagos días siguen entre la búsqueda de la pecera en el acuario del barrio, la elección de la comida, sortear la presión del malvado acuarista para que compremos algún pececito más que le haga compañía al horroroso daemón que nada en círculos en algún lugar de la casa. Mientras vemos crecer el entusiasmo de nuestro hijo, sabemos que el débil hilo de la vida del pez puede cortarse en cualquier momento. Tratamos inútilmente de recordar si dejamos la bolsita de plástico con el animal cerca de alguna fuente de calor u otro potencial peligro.
Así, como Hércules al cumplir con sus hazañas, es nuestro orgullo al terminar nuestras tarea, y altiva se yergue la pecera con su contenido, haciéndonos creer que hemos vencido; pero no es así. Hemos sido esclavizados, aparece el temor ante lo inevitable: si el pez muere, ¿qué horribles traumas y dolores aquejarán a nuestro hijo? Empezamos a mirar la pecera cada cinco minutos para asegurarnos que el pez está vivo, nos obsesionamos con la cantidad de comida. Nunca sabremos si le damos demasiado, o demasiado poco. Controlamos que el agua no se evapore, con el secreto temor de que una mañana nos levantemos con la pecera vacía y el animal boqueando en el fondo.
De todas maneras nuestros cuidados no pueden evitar lo inevitable. Una mañana cualquiera llegamos del trabajo y encontramos el pobre animal flotando de costado. El piso se abre bajo nuestros pies para dejarnos caer en las profundidades del Hades. La adrenalina nos hace pensar rápido. Como criminales acorralados empezamos a borrar las huellas de la muerte que asaltó nuestro departamentito. Una vez que el inodoro se llevó los restos del animal empezamos a calcular cual es el acuario más cercano y más surtido, y como realizar el reemplazo del pez y llegar a tiempo a buscar el niño a la escuela. De una manera prodigiosa y con un importante gasto de dinero en taxis, logramos completar nuestro operativo con apenas diez minutos de retraso. La maestra nos mira con cara de recriminación. No sabemos si hace diez minutos que quiere ir a comerse un sandwich de bondiola, o secretamente deduce de nuestra cara la abominación que estamos cometiendo. Una vez en el departamento el niño no advierte el cambio, pero sospechamos que, tal como le sucedió a Edipo, nada bueno vendrá de esta suplantación. Ahí está, en un ángulo del living, la pecera recordándonos nuestra mentira, mentira que hiede como la peste que acosaba a los tebanos.
La vida continúa y lo que empieza un día a heder no es el crimen de Edipo sino el segundo pez muerto, que flota de costado. Las parcas han terminado de hilar, ovillar y cortar el hilo de su vida. Allí esta, mostrándonos el triste horror de la muerte y la putrefacción, delante de nuestro hijo. El niño mira la pecera, y como si fuera Creón ordenando dejar el cadáver de Poliníces a los buitres nos manda a tirar el muerto a la basura. El desgraciadito no tiene ningún trauma. Pasarán todavía diez años para que le revelemos la verdad de la suplantación de la primera mascota, y que nos mire con cara de incredulidad adolescente y nos diga: “Que pelotudo, pá”

Comentarios

  1. jaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaa !!
    Me siento como en casa ! Fatal !!
    - Ay Caro... no sabes que tristeza... Coquito la mato a Titina !! Son ratitas hija, a veces pasa... Lo que vamos a hacer es comprar otra ratita nena...
    - No te preocupes mami... estaba muy loquita Titina(señora de Coquito Barreda)

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  2. Che, avisá que vas a comentar 'Furia de Titanes' que aún no la vi.

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